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3 de agosto de 2014

OCULUS: una forma distinta de narrar





Hoy por hoy, ya no tiene sentido decir que en la mayoría de los casos, en cine como en literatura, no importa tanto la historia que se cuenta, sino el modo en que se la cuenta. Afirmar esto sería incurrir en esa vieja cuestión de la forma y el contenido, que ya se superó, se volvió a abordar y se siguió superando hasta advertir que, de una forma u otra, siempre ha estado ahí. Sin pretender avivar viejas rencillas, me gustaría hablar de la película Oculus (2013), en este momento en cartelera, teniendo en cuenta esta doble cuestión.

La historia de Oculus no es demasiado original: los miembros de una familia (compuesta por Alan Russell, el padre, Marie, la madre, y sus dos hijos, Kaylie y Tim) se mudan a una nueva casa y, en su deseo de cambio, deciden renovar su mobiliario, dándole especial atención a la adquisición de antigüedades. Es así como consiguen un espejo antiguo, cuyo marco se encuentra tallado en un pedazo de cedro negro de Baviera y que ha pertenecido a la familia real escocesa. Una vez que el espejo es ubicado en la habitación que funciona como oficina de Alan, las cosas empiezan a cambiar. Marie y el mismo Alan comienzan a comportarse de forma extraña, desinteresándose de sus hijos y de sí mismos, hasta el punto de dejar de comer. Además, tanto Kaylie como Tim ven, de vez en cuando, a una mujer que comparte el tiempo con su padre y que parece vivir en su oficina. Todo irá de mal en peor hasta el punto de que los chicos serán testigos de cómo sus progenitores se convierten en una verdadera amenaza.

Pero hasta acá sólo mencioné una parte de la historia, la parte que se refiere al pasado y que, de alguna manera, ya está concluida. La historia «actual» tiene como protagonistas a Kaylie y a Tim, años después, cuando ya son grandes. En esta parte, Kaylie decide recuperar el antiguo espejo de sus padres para matar a aquello que habita en él y que ha arruinado a su familia. Para eso lo lleva a su hermano Tim a la casa de su infancia y, juntos, se encierran con el único fin de terminar con la pesadilla. Lo que Kaylie no sabía, ni podía saber, era que la pesadilla no haría más que comenzar (una vez más).




La película está muy buena, incluso (y principalmente) por el modo en que es narrada la historia. Las dos partes mencionadas, y que corresponden a dos momentos temporales distintos, no están unidas con el ya conocido recurso del presente narrativo más la intromisión de flashbacks. No, en este caso los dos momentos se encuentran entrelazados en un presente continuo que los une, armoniza e integra. Por esto mismo, nos vemos obligados a seguir las dos historias al mismo tiempo, en un laberinto temporal que logra mantener en vilo al espectador.

Repitiendo la hipótesis inicial, diré que generalmente no importa tanto lo que se cuenta, sino el modo en que se lo cuenta. Que se haya escogido una forma novedosa para narrar cinematográficamente una historia es altamente valorable. Vivimos en una época que va sobre lo seguro, con fórmulas establecidas que proporcionan el máximo de seguridad en las posibilidades de éxito de un producto. Por esto, la invasión de remakes, la insistencia en secuelas que ya no tienen nada que aportar y la resurrección de cuanto superhéroe habitó alguna vez la página de alguna historieta. No tengo nada en contra de la percepción del arte como producto (de hecho, considero que lo es), pero me molesta cuando sólo se busca vender y no se atiende a la calidad de lo que se ofrece. Lo que plantea Mike Flanagan, el director de Oculus, es arriesgado, ya que de seguro más de un espectador, perdido entre las líneas temporales, se va a quejar y optará por desestimar la película. Mejor así. Siempre es preferible una mala opinión por la incomprensión de un público corto de miras que por la mediocridad misma de la película.

Lejos de la mediocridad, Oculus se arriesga con una forma distinta de narrar. La recomiendo.


Ficha técnica:
Título original: Oculus
Año: 2013
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Director: Mike Flanagan
Guión: Mike Flanagan, Jeff Howard
Música: The Newton Brothers
Reparto: Karen Gillan, Brenton Thwaites, Katee Sackhoff, Rory Cochrane, Annalise Basso, Garrett Ryan Ewald
Productora: Intrepid Pictures / Blumhouse Productions / WWE Studios



31 de julio de 2014

EL JINETE SIN CABEZA: la historia delante del fantasma




            El destino de algunas obras literarias es tan misterioso como el de algunas personas, o incluso más. Muchas veces nos es imposible determinar por qué algunas obras (muy buenas) caen en el olvido, mientras que otras (indiscutiblemente malas) permanecen impertérritas ante los vaivenes de la historia y las críticas de los especialistas. En este caso en particular, me gustaría hablar sobre una novela (nouvelle, sería más exacto decir) que siempre despertó en mí una serie de preguntas que todavía hoy intento responder: se trata de La leyenda de Sleepy Hollow del escritor norteamericano Washington Irving, más conocida en castellano como El jinete sin cabeza.

            La leyenda de Sleepy Hollow cuenta la historia de Ichabod Crane, un maestro de escuela que viaja desde su ciudad natal, Connecticut, hasta un pueblito rural, aislado y alejado, llamado por sus características "somnolientas" Sleepy Hollow ("valle adormecido"), donde se establece y enseña. Como en todo pueblo (incluso, según el narrador, más que en otros pueblos), en Sleepy Hollow abundan las historias y las supersticiones, que son transmitidas y endulzadas por la imaginación popular. Entre esas historias, la principal es la de un jinete sin cabeza, que según algunos "es el fantasma de un soldado cuya cabeza fue arrancada por un cañonazo, en alguna batalla sin nombre durante la Guerra de la Independencia, y desde entonces se lo ve galopar, veloz como el viento, siempre en las tinieblas de la noche (...) en busca de su cabeza"[1]. De cualquier manera, el pueblo entero se encuentra inmerso en un aura de superstición que lo mantiene ajeno al curso de la historia y al avance de una civilización cada vez más cientificista e industrializada.

Cortometraje de Disney (1949)
            El protagonista de esta historia es, entonces, Ichabod Crane, una persona que, como su apellido lo indica, se parece físicamente a una cigüeña y que a pesar de ser un hombre de ciudad comparte con los habitantes de Sleepy Hollow un carácter supersticioso y una inclinación por los chismes, características éstas que van acompañadas por un férreo interés por lo material, tanto por el dinero como por las posesiones. Por eso, cuando conoce a Katrina Van Tassel, la hija del hacendado más rico del lugar, no puede más que enamorarse, inmerso en una conjunción de sentimientos en la que la belleza de Katrina apenas importa al lado de la fortuna de su padre. Así empiezan los intentos de Ichabod por conquistar a Katrina, intentos que chocarán a su vez con las intenciones de Brom Bones, el joven más popular del pueblo, prácticamente la antítesis de Ichabod: corpulento, rústico, con un sentido del humor salvaje. Finalmente, todo termina cuando, después de una fiesta en casa de los Van Tassel, Ichabod es presuntamente rechazado por Katrina y en el camino de regreso a su morada tiene un encuentro aterrador con el jinete sin cabeza, quien lo persigue en su recorrido y le arroja un zapallo por la cabeza. Después de eso, nadie volvió a ver al maestro en Sleepy Hollow o en sus inmediaciones, dándose así origen a una nueva leyenda: la de Ichabod Crane, de quien se dice que fue secuestrado por el jinete sin cabeza. Claro, no falta la versión contraria, que afirma que se mudó a Nueva York e hizo carrera como funcionario público, pero de más está decir que, entre la gente del pueblo, prevaleció la versión del secuestro.

            Éste es el argumento de la famosa historia de El jinete sin cabeza. La novela no lo dice explícitamente, pero da los datos suficientes como para que el lector suponga, sin miedo a equivocarse, que la aparición del jinete a Ichabod no fue más que una de las bromas pesadas de Brom Bones, que quería deshacerse de su rival en la conquista de Katrina. Las razones por las cuales una novela de carácter cómico, incluso paródico, pasó a la historia como un relato de terror son, como mínimo, interesantes. A continuación, trataré de reflexionar en torno a esta cuestión.

            Empecemos por el título, el original, La leyenda de Sleepy Hollow. Como puede verse, este título es mucho más significativo que la traducción castellana de El jinete sin cabeza. Fundamentalmente, el original es mucho más amplio. Mientras que la traducción circunscribe la leyenda a la del jinete decapitado, el título original permite abrir el abanico a otras posibilidades, como la de que la "leyenda de Sleepy Hollow", la verdadera leyenda, no sea la del jinete sino la de Ichabod Crane. Después de todo, ¿la historia que se narra en la novela no es, acaso, la historia de Ichabod, mientras que el jinete no es más que una sombra que se pasea por detrás de los decorados?

Film de Tim Burton (1999)
            Pero, seamos honestos, un título como La leyenda de Sleepy Hollow no está a la altura de un público tan sofisticado como el de habla hispana. Pasa a menudo con las traducciones de títulos de películas y de libros. Al parecer, lo que sirve en el norte anglosajón no satisface al sector hispanohablante. Así, vemos transformarse Bloodsport en El gran dragón blanco (ese clásico de las artes marciales protagonizado por Jean Claude Van Damme) o, para volver al género que nos es más afín, Saw en El juego del miedo. Aterrorizada por los títulos cortos, la industria editorial y cinematográfica de habla hispana intenta siempre decir más, por lo que termina siempre acotando la significación de lo que dice.

            El caso de La leyenda de Sleepy Hollow es interesante. La intención de modificar el título por el de El jinete sin cabeza responde claramente al deseo de volver de terror una historia que no lo es. No hay manera de ver la novelita de Irving como una historia de terror. Por esto mismo, la adaptación cinematográfica más fiel de esta historia está dirigida a los niños y la llevó a cabo Walt Disney en 1949. Por otra parte, cuando se la quiso llevar al cine como una película de terror, como lo hizo Tim Burton en 1999, se tuvo que modificar tanto el argumento que, en esencia, poco tiene que ver con el original de Irving.

            Y sin embargo, El jinete sin cabeza quedó en el ideario de las personas como una historia de terror. Incluso, en las escuelas generalmente se la incluye dentro de la unidad de "Historias de horror", lo que, en mi opinión, no deja de ser un despropósito sumamente dañino. El esfuerzo (mentiroso) que se hace para atraer a los lectores termina por decepcionarlos, ya que no encuentran en el libro la historia que fueron a buscar y que, lo que es más grave, les prometieron.

            La leyenda de Sleepy Hollow es una gran novela. La pluma de Washington Irving es exquisita; la historia que narra, amena e hilarante. No hace falta vestir una joya de la literatura universal con ropas ajenas. Esta novela tiene todo lo que hace falta para seguir siendo un clásico, sin que se intente convertirla en lo que no es.

            La leyenda de Sleepy Hollow fue publicada originalmente en 1819 en El cuaderno de apuntes de Geoffrey Crayon, como un relato más entre otros. Con énfasis, recomiendo su lectura. Déjense llevar sin ideas previas y disfrutarán más de lo que se imaginan. Se los aseguro.



***
Sobre el autor: Washington Irving nació en Nueva York en 1783. Hijo menor de once hermanos, fue llamado Washington en homenaje a George Washington, el primer presidente norteamericano. Con un estilo costumbrista, es uno de los primeros autores norteamericanos en utilizar la literatura para caricaturizar la realidad y hacer reír a los lectores. Además, también es considerado el primer escritor norteamericano que logró vivir básicamente de su actividad literaria. Entre sus libros más conocidos se encuentran El cuaderno de apuntes de Geoffrey Crayon (1819) y Cuentos de la Alhambra (1832). Murió en 1859 y fue enterrado en el cementerio de la antigua iglesia holandesa de Sleepy Hollow.




[1] Irving, Washington, El jinete sin cabeza, Buenos Aires, Estrada, 2012, p. 17.



21 de julio de 2014

NOTHING LEFT TO FEAR: cuando el mal se hace presente






            Un pastor llega con su familia a un pequeño pueblo con el fin de reemplazar al antiguo pastor. Todo parece perfecto, la nueva casa, los nuevos vecinos, la nueva vida… Pero como nada es lo que parece (y mucho menos en una película de terror), las cosas empiezan a tomar un rumbo extraño: una de las hijas del pastor empieza a enfermarse, mientras que la otra conoce a un chico misterioso que se ofrece como guía para mostrarle el pueblo. Antes de que puedan percatarse de la dirección que están tomando sus vidas, los recién llegados se verán envueltos en una perversa tradición en la que la maldad en estado puro adquiere una existencia concreta.

Slash
            Hay películas que se destacan por sus actores, otras por sus directores. En el caso de Nothing Left to Fear (2013), lo que llama la atención es su productor: Slash, el ex guitarrista de la banda Guns N’ Roses. En efecto, Nothing Left to Fear es la primera película de la productora Slasher Films (cuyo nombre lo dice todo).

En balance, la película está buena. Sin ser genial, maneja bien el suspenso y la imagen. Además, nos permite reflexionar sobre algunas cuestiones en torno a la noción del “mal”: ¿cuándo se es malo?, ¿el mal tiene que ver con lo que hacen las personas o con las motivaciones que los llevan a actuar?, ¿si para impedir que la maldad se expanda tuviera que mantenerla a raya (y, por ende, satisfecha), sería malo? Éstas y otras preguntas surgen del argumento de Nothing Left to Fear. Una buena opción para una noche de tormenta.


Ficha técnica:
Título original: Nothing Left to Fear
Año: 2013
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Anthony Leonardi III
Guión: Jonathan W.C. Mills
Música: Nicholas O'Toole, Slash
Reparto: Anne Heche, James Tupper, Ethan Peck, Rebekah Brandes
Productora: Anchor Bay Films / Slasher Films / Movie Package Company (MPC)



12 de julio de 2014

WAY OF THE WICKED: a mitad de camino






Way of the Wicked (en castellano El camino de los impíos, 2014) comienza con el sacerdote Henry Milotsy (Christian Slater) intentando interrogar al joven Robbie Mueller a propósito de un extraño hecho: cuando Robbie estaba en el parque con su amiga Heather, dos chicos se les acercaron y empezaron a maltratarlos; de repente, uno de los abusadores cae, ahogado, como si alguien lo hubiese ahorcado, sólo que nadie lo había tocado. La intención del sacerdote Milotsy es clara: saber si Robbie es un impío, un hijo del mal con poderes sobrenaturales. Poco es lo que el sacerdote puede averiguar, ya que la madre de Robbie lo echa de su casa antes de que el chico diera una respuesta concreta. Por su parte, Robbie y su madre se ven obligados a irse del pueblo para evitar las habladurías y el acoso de los vecinos.

            Cinco años después, Robbie (Jake Croker) vuelve hecho un adolescente conflictivo. A su vez, se encuentra nuevamente con su amiga de la infancia, Heather (Emily Tennant), y ambos descubren que su vínculo permanece, de alguna manera, intacto. El conflicto se desencadena cuando, tras la llegada de Robbie, una nueva y misteriosa muerte impacta en el pueblo. El detective John Elliot (Vinnie Jones), padre de Heather, y con la ayuda del sacerdote Milotsy, salido de la nada con el fin de asesorar en cuestiones ocultistas, intentará develar el misterio y desenmascarar a Robbie.

            Existen películas que, si bien nos resultan agradables, tienden a ser olvidadas al poco tiempo. Algo me dice que Way of the Wicked será, al menos en mi caso, una de ellas. Con un guión que no conmueve ni defrauda, apuesta todo su arsenal a la sorpresa final. El problema de esto es que su eficacia dependerá de la perspicacia del espectador: si éste logra entrever la resolución, la película le dejará un gusto amargo (admito que esto me pasó a mí); si, por el contrario, se sorprende, entonces puede que el balance sea positivo.

            En todo caso, me abstengo de dar una recomendación.


Ficha técnica:
Título original: Way of the Wicked
Año: 2014
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Kevin Carraway
Guión: Matthew Robert Kelly
Reparto: Vinnie Jones, Emily Tennant, Jake Croker, Christian Slater


3 de mayo de 2014

EL HEREDERO DEL DIABLO: historia de un embarazo complejo





            En El heredero del diablo (Devil's Due, 2014), una parejita perfecta se casa en una boda perfecta y tiene una luna de miel casi perfecta en Santo Domingo. Ese “casi” viene dado por el hecho de que, antes de volver de ese viaje idílico, los dos enamorados experimentan un pequeño contratiempo con una secta que les cambiará la vida por completo. La consecuencia de eso va a ser un embarazo inesperado y definitivamente fuera de lo común, plagado de hechos misteriosos e inexplicables, de cambios de conducta y de una atmósfera diabólica para nada saludable.

            Filmada en modo “cámaro en mano” con algunas variantes (se combina con varias cámaras de seguridad fijas), la historia aburre en la primera mitad de la película, aunque logra sobreponerse hacia el final. De cualquier manera, es hora de que los directores comiencen a preguntarse sobre la pertinencia de este estilo de filmación, claramente útil en películas como The Blair Witch Project (1999) o la española Rec (2007), pero demasiado artificioso en otros casos. En El heredero del diablo, la necesidad de mantener informado al espectador hace que la cámara se encienda en momentos poco creíbles, como en mitad de la noche o en plena consulta con el médico. Además, el argumento nos recuerda a Rosemary's Baby de Roman Polanski (1968), película con la que claramente sale perdiendo. A veces, las alusiones y las similitudes no hacen más que menoscabar el producto que tenemos entre manos.

            En conclusión, una película para ver sin muchas expectativas. Nos hará pasar un buen rato, aunque nos abandonará minutos después de haber concluido, incluso a pesar del esfuerzo final de los directores por generar inquietud en los espectadores.


Ficha técnica:
Título original: Devil's Due
Año: 2014
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Director: Matt Bettinelli-OlpinTyler Gillett
Guión: Lindsay Devlin y Zoe Green
Reparto: Zach GilfordAllison MillerRobert BelushiKurt KrauseSteffie Grote
Productora: 20th Century Fox Film Corporation / Davis Entertainment


19 de abril de 2014

EN EL AULA






            Estoy en el colegio, en el aula mejor dicho, sentado en el pupitre del profesor. Es bastante más grande que los que pertenecen a los alumnos, pero de cualquier manera está a años luz de aquellos que servían de estrado a los profesores de antes, en el siglo XIX (creo que colegios de gran tradición y trayectoria como el Nacional Buenos Aires o el Pellegrini los siguen teniendo, pero en realidad no lo sé). Bueno, como decía, estoy sentado en el pupitre del profesor, y no es extraño que lo esté, ya que yo soy el profesor, o lo era, no sé. Supongo que después de lo que pasó ya no lo voy a ser más.

Hoy es mi primer día como docente. Ésta, mi primera suplencia. De alguna forma lamento que las cosas hayan salido así. Al final, se podría decir que no duré ni un día. Es difícil que pueda volver a un aula después de cargar con una muerte, y menos cuando apenas tengo horas de antigüedad. Pero tampoco es tan terrible. Después de todo, nunca quise ser profesor. Siempre soñé con ser escritor (todavía sueño), y la docencia fue el atajo más seguro para llegar a fin de mes. Aunque, a decir verdad, me dijeron que ni siquiera eso es seguro. Vivimos en Argentina, un país que te obliga a trabajar de lo que no te gusta para igual tener que pedir prestado. Si el destino es una fuerza que se caga de risa en la cara de los mortales, entonces la Argentina es el lugar que elige para pasar sus inacabables vacaciones…

Pero me estoy yendo de tema y no tengo mucho tiempo. No voy a decir mi nombre, pero diré que vivo en Castelar y que soy profesor de Lengua y literatura (en realidad soy Licenciado en Letras por la UBA, pero no vale la pena que hable de eso). Ésta es mi primera clase. Y, de seguro, la última. Cargo con la muerte de un joven. No creo que, de querer (y créanme, no quiero), alguien me deje volver a poner un pie en un aula. Mejor así. En lo que a mí respecta, me hacen un favor.

Me dieron los segundos años. Chicos de entre doce y trece años. Me pareció bien para empezar, chicos chicos, sin muchas hormonas y, dentro de todo (o al menos eso creí), dóciles. Y la cosa empezó bien. ¡Mierda que empezó bien! Entré, saludé y empecé a dar lo que había preparado (una clase sobre las variedades lingüísticas, los lectos y los registros). Los chicos escuchaban y copiaban cuando yo les dictaba. Pero entonces me percaté (no es que no lo había visto antes, sólo que no había reparado en él) del banco vacío en medio del aula, un poco hacia la derecha. No me hubiese llamado la atención de no ser por que los chicos que lo rodeaban lo miraban de reojo y con desconfianza. Incluso se alejaban lo máximo posible de él, de modo que las otras filas estaban excesivamente juntas, casi amontonadas. Pregunté a qué se debía, y como las buenas historias no se hacen esperar, y mucho menos rogar, me contaron de qué se trataba.

Ese banco había pertenecido, hasta hacía dos meses (estamos en julio), a un compañero de ellos, que había muerto de cáncer de hueso. Así dijeron, incluso con cierto regocijo: “muerto”, no “fallecido”. Muerto. A veces me pregunto por qué las personas disfrutan de hablar de la muerte de los demás, como si al hacerlo se resguardaran de su propia muerte. Si no me equivoco hay un cuento de Silvina Ocampo que trata de eso, pero ahora no me acuerdo el nombre… Pero bueno, sigo yéndome por las ramas, y en cualquier momento caen todos y tengo que dejar de escribir. Incluso la sangre ya está llegando a donde estoy. Si no me muevo pronto, me va a manchar los zapatos.

La cuestión es que los pibes creen, y según dijeron los profesores también, que ese banco está algo así como maldito, y que si uno de ellos se sienta ahí se va a morir. Me pareció una abominación que creyeran en eso, que inventaran historias alrededor de una enfermedad como el cáncer, que es tan terrible y temible (mi papá falleció de un tumor cerebral que apenas le dio tiempo para despedirse de sus familiares y amigos). Les dije además que no me creía eso de que los profesores avalaran un comportamiento como ése. Entonces un pibe habló. Un pibe

–Posta, profe –dijo, con su brazo levantado–. Los otros profesores nunca nos hacen sentar en lo del pelado –al decir “pelado” hizo una pausa, que fue correspondida por algunas risitas–. Cuando nos cambian de lugar, siempre dejan libre el banco del pelado.

Una nueva pausa. Nuevas risitas.

El chico éste era muy flaco y morocho, con el pelo negro, corto, peinado hacia un costado. Apenas lo vi supe que se trataba de uno de esos “vivos”, que se la pasan intentando verse bien haciendo que los demás se vean mal. Todo curso tiene al menos uno, o eso me dijeron, y generalmente se sientan atrás de todo. Este pibe (no digo el nombre no porque quiera ocultarlo, sino porque nunca llegué a saberlo) no estaba atrás de todo, pero sí bastante atrás, en una de las filas de la izquierda.

En fin, quise dejar atrás el tema, primero porque me desviaba de las variedades lingüísticas, y segundo porque no me gusta hablar de cáncer. Y menos de nenes con cáncer. Tengo 32 años, con un padre fallecido por culpa de un tumor cerebral a los 57 años. Trato de pensar que el cáncer es privativo de los viejos (sé que no lo es, pero trato de pensarlo). Incluso, intento convencerme de que lo que le pasó a mi viejo fue una excepción. Pero pensar en un nene de doce años con cáncer de hueso es demasiado para mí. De sólo escribirlo se me pone la piel de gallina. Ni siquiera el charco de sangre que se acerca lentamente se compara con eso.

Seguí con la clase, dictando unos conceptos que después explicaba en el pizarrón. No necesité mucho para darme cuenta de que el pibe que había hablado antes era todo un tema. Prácticamente no me dejaba hilvanar dos oraciones juntas. Hablaba y hablaba, hacía chistes y tiraba papelitos. Y no dejaba su celular ni por un segundo. Lo reté y lo reté, pero él decía “perdón, profe”, asentía y ponía cara de compungido. Todo muy sobreactuado, lo que hacía que yo me enojara más y que sus compañeros se rieran y le festejaran su conducta. Unos diez minutos antes de terminar la clase, no me pude aguantar. No quería que la cosa terminara así. Dentro de un aula, y eso lo comprendí en seguida, todo se trata de ver quién la tiene más grande. Si la tienen los alumnos, el profesor puede darse por perdido. Pero si el docente se impone, entonces tiene posibilidades de llegar a fin de año. Eso es lo que al menos intuí con mi desproporcionadamente escasa experiencia. Supongo que no voy a llegar a confirmarlo.

Me propuse, entonces, darle una lección, y lo primero que se me ocurrió fue hacerle lo que los demás profesores no se animaban a hacer: le exigí que se cambiara de lugar… Al lugar vacío, claro. La cara que puso en ese momento no tenía nada de sobreactuado. Era verdadero terror. No me considero sádico, pero tengo que admitir que el hecho de verlo tan asustado me entusiasmó un poco, por lo que no di el brazo a torcer. Al principio se negó, pero yo insistí, grité y lo amenacé con ir a la dirección y llamar a sus padres. Finalmente flaqueó. Agarró sus cosas y con lentitud, como un condenado que se dirige a la silla eléctrica, se acercó al pupitre vacío. El silencio fue en ese momento, y por primera vez, absoluto. Todos lo miraban con esa mezcla de compasión y miedo que despiertan las personas con el destino marcado. Me pareció una exageración por parte de todos, pero al menos había demostrado quién llevaba los pantalones puestos. Cuando finalmente el pibe se sentó, vi que lloraba. Sus cachetes estaban atravesados por dos columnas húmedas, sus ojos estaban hinchados y de su nariz caían abundantes mocos líquidos.

Me sentí mal, ¿para qué mentir? No está bien hacer llorar a nadie, y menos a un pibe. Me propuse entonces intentar arreglar lo hecho, pero siempre después de la clase. Ya había perdido más tiempo del que me parecía aceptable. Seguí entonces, y en los minutos que quedaron, el pibe no dijo ni una sola palabra. Simplemente se miraba las manos, que tenía entrelazadas arriba del banco.

Tocó el timbre, dejé tarea y saludé con un fugaz “Hasta mañana”. Sólo pedí que se quedara el chico éste.

–Usted –dije, señalándolo, ya que no sabía su nombre–. Usted, quédese, que quiero que hablemos.

Los demás se fueron a sus casas, ya que era la última hora, mirando al compañero en la silla de la muerte como si no fueran a verlo de nuevo. Ahora que lo pienso, y con la sangre ya debajo de mis suelas, tenían razón. ¡Qué irónico es, a veces, el destino!

Una vez que el aula estuvo vacía, me le acerqué intentando adquirir una imagen conciliadora. Él ya no lloraba, pero se notaba que no estaba bien.

–No es para que se ponga mal –dije, con un asomo de amigable sonrisa–. Tiene que entender que si usted se porta así, yo no puedo dar la clase. ¿Entiende?

El pibe permaneció inmóvil, mirando sus manos.

–Escuche, le voy a ser honesto –continué–. Usted me parece una persona inteligente, a lo mejor la más inteligente de todo el curso –el chico levantó la vista (el viejo truco de adular, funciona especialmente bien con los adolescentes, y más si son idiotas)–. Lo digo en serio, y creo que nos vamos a poder llevar bien. Incluso, creo que hasta le puede llegar a gustar la materia, pero tiene que prometerme que me va a dejar dar clase, ¿sí?

El chico se mordió el labio inferior y asintió. Se la había creído, nomás.

–¿Sí? –volví a preguntar, sonriendo más abiertamente.

–Sí, profe –respondió, al tiempo que asentía.

–Y no se preocupe por la leyenda ésa del banco de la muerte. Este colegio tiene nocturna, y ese banco siempre está ocupado y, ¿sabe qué?, nadie ha muerto.

Le guiñé un ojo y él, por fin, sonrió.

Fue la última vez que lo hizo.

Cuando yo mismo levanté la vista, lo vi. Un pibe flaco, muy flaco, y pálido, sin pelo, con dos ojos tan hundidos y rodeados de ojeras violetas tan oscuras que parecía tener una calavera en vez de cara. Estaba parado, un poco inclinado hacia delante, en el rincón derecho del fondo del aula, con su uniforme puesto. Le quedaba enorme, pero no porque fuera grande, sino porque su cuerpo estaba tan consumido que la remera y el pantalón parecían bolsas.

Me miró.

Me hizo saber.

Cómo lo trataron.

Cómo lo hicieron sentir, a pesar de que todos sabían que iba a morir.

Le decían pelado.

Y él que había tenido unos rulos colorados tan lindos (el orgullo de sus dos abuelas).

Y lo hicieron llorar.

¡Cómo había llorado! ¡Tanto que a veces la idea de que iba a morir lo hacía sentirse reconfortado!

Y estaba ese pibe.

El gracioso.

El vivo.

Ése era el peor. El que le había inventado “pelado”. El que lo había hecho quedar mal delante de la chica que le gustaba, delante de todo el mundo.

Ése que estaba ahora sentado ahí, en su lugar.

Y entonces me di cuenta.

Me di cuenta de que la idea de que Dios no exista no es ni por asomo tan terrible como la de un Dios que existe y permite injusticias de ese tipo, que un chico como ése muriera en medio de atroces sufrimientos, mientras que otro como éste viviera.

Sentí ira y tristeza.

Pero más que nada ira.

–¿Ya me puedo ir? –dijo el pibe desde el asiento, y apenas me acuerdo de lo que pasó después. Sé que lo agarré de la nuca y empecé a golpearlo contra el pupitre repetidas veces. Incluso no paré cuando escuché los “cracks” (que no sabía si venían de la madera del banco o de los huesos de la cara del chico). Golpeé y golpeé hasta que no pude más. Hasta que quedé exhausto.

Entonces tiré al pibe hacia atrás y me senté en el banco de adelante, respirando en amplias bocanadas. Tenía todo el cuerpo transpirado y la camisa pegada a la espalda. Afuera, el movimiento en el colegio ya era nulo. Todos los alumnos habían salido y era cuestión de minutos para que el preceptor pasara a controlar el estado del aula.

Miré al chico con atención. Estaba apoyado en el respaldo del asiento, con la cara vuelta hacia arriba, como contemplando el techo. No parecía respirar, pero dudaba de que estuviera muerto. Después de unos minutos me convencí de que sí, ya que no hacía ni el menor ruido. Tenía toda la cara hecha un amasijo de carne. La sangre le caía a chorros por las mejillas y el mentón. La nariz prácticamente había desaparecido, hundida como estaba a la altura de los pómulos, que por otra parte no eran más que un montón de carne y hueso.

Le pegué entonces un vistazo al banco. Un charco de sangre apenas ocultaba tres o cuatro dientes clavados en la superficie de madera.

Volví a mirar hacia el rincón derecho del fondo del aula. El otro chico ya no estaba. Se había ido.

Decidí hacer algo antes de que alguien llegara. Entonces volví al pupitre del profesor y empecé a escribir. Delante de mí, está el chico que se creía vivo por joder con un muerto. Ahora, él también está muerto.

No sé si llamarlo justicia.


© Lucas Berruezo





8 de abril de 2014

JOYLAND, de Stephen King




«Con veintiún años, la vida es un mapa de carreteras. Es solo cuando cumples los veinticinco o así que empiezas a sospechar que has estado mirando el mapa al revés, y no es hasta que alcanzas los cuarenta que estás completamente seguro de haberlo hecho. Para cuando tienes sesenta, fíate de mí, uno está más perdido que la hostia.»
Stephen King, Joyland.

            Siempre se habla de Stephen King como del maestro de lo oscuro. No es una apreciación errónea, para nada, ya que sin duda lo es. Sin embargo, no es el único “título” que le quedaría bien. Como la vida misma, con su constante danza de luces y sombras, King logra no sólo estremecernos con lo tétrico de la existencia y sus posibilidades, sino que también nos emociona con lo luminoso, puro y diáfano que esa misma existencia, al menos de vez en cuando, encarna (principalmente cuando los monstruos se van a dormir, claro). Lo vimos innumerables veces: en la amistad de Garraty con McVries en La larga marcha, en esa cofradía infantil/juvenil del “club de los perdedores” en It, en el vínculo formado entre Bobby Garfield y Ted Brautigan en Corazones en la Atlántida, en la forma en que Jonesy y sus amigos reciben a Duddits en El cazador de sueños… Y la lista podría extenderse hasta límites poco tolerables para una reseña. Lo importante, en todo caso, es que esa combinación de lo peor y de lo mejor que puede presentarnos la vida la vemos ahora, una vez más, en Joyland.

            Joyland nos cuenta la historia de Devin Jones. O, mejor dicho, en Joyland Devin Jones, un veterano con sus sesenta primaveras cumplidas, nos cuenta su historia. La historia del verano más importante de su vida; aquél de 1973 en que, con veintiún años y mientras asimilaba el hecho de ser abandonado por su novia, decide viajar a otro Estado para trabajar en Joyland, un parque de atracciones de mediana importancia en donde escuchará hablar de Linda Gray (una chica degollada años atrás en La casa embrujada y cuyo fantasma, según dicen, permanece ahí) y del asesino de la feria (su ejecutor, todavía prófugo); el mismo verano en que pierde su virginidad, se convierte en héroe y conoce a Mike Ross, un chico en silla de ruedas con capacidades (extrasensoriales) distintas, que le cambiará la vida para siempre.

            Novela de iniciación, relato policial, historia de fantasmas, Joyland es un poco de todo eso. Presentando una trama en sí bastante simple, vemos a un narrador convincente y entrañable que, al hablar de su vida y de un verano en particular, nos habla de la vida y de las experiencias esenciales a todo ser humano: el amor, la amistad, la perversión, la locura, la enfermedad, la muerte…

            Lejos está aquí ese King monumental y de tramas complejas como las que disfrutamos en Insomnia, La historia de Lisey, La torre oscura o, incluso, la ya mencionada It. En este caso, nos encontramos con un King simple, pero no por eso menos King. En las trescientas páginas que conforman Joyland, se emocionarán de la misma manera que se horrorizarán; tratarán de aguantar el máximo tiempo posible leyendo, aunque eso suponga ir a trabajar sin dormir (yo lo he hecho, pero, créanme, no he sido el único, me consta). Dejarán, finalmente, el libro a un lado, pero sin que su mente se resigne a abandonarlo.

            Leer Joyland los dejará pensando. En pocas palabras, afectará sus vidas. Tal vez de manera ínfima, pero para un libro eso es, ya, demasiado.


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Sobre el autor: Stephen King nació en Maine (EE.UU.) en 1947. Estudió en la universidad de este Estado y después trabajó como profesor de literatura inglesa. Su primer éxito literario fue Carrie (1974), que, como muchas de sus novelas posteriores, fue adaptada al cine. Lleva escritas más de cuarenta novelas (entre las que se destacan Cementerio de animalesItThe Green MileUn saco de huesos y la saga La torre oscura, entre muchas otras) y doscientos relatos. En 2003 fue galardonado con el premio literario estadounidense de mayor prestigio, la medalla de The National Book Foundation for Distinguished Contribution to American Letters.



- King, Stephen. Joyland. Buenos Aires, Debolsillo, 2014.