Hola, amigos. ¿Cómo están? Hoy les quiero contar una historia. Breve,
sencilla, que seguro muchos de ustedes reconocerán. Quiero contarles la
historia de un chico que suele ir a la plaza de su barrio a jugar al fútbol con
sus amigos y vecinos. Este chico, que se llama Alberto, pero que podría
llamarse Mauricio (incluso es posible que algún día se llame Mauricio), es el
dueño de la única pelota (hermosa, de cuero y con gajos) del barrio. Los otros
chicos, al verlo llegar a la plaza, sienten una mezcla de sensaciones: alegría
por un lado (van a poder jugar al fútbol con una pelota de verdad) y tristeza
(saben cómo es Alberto).
Tiran la moneda para determinar qué lado ocupará cada equipo. Ya desde ese
momento, Alberto se hace escuchar.
—Quiero el otro lado —dice, con la
pelota bajo su brazo.
—Pero te tocó ese —le dice el chico
que tiró la moneda, señalando el lugar asignado al equipo de Alberto.
—Pero quiero el otro, que no tiene
el sol de frente —argumenta Alberto.
—No es justo —replica el chico.
—Ok, me llevo la pelota.
Alberto se da media vuelta y se
empieza a alejar de la plaza y de la improvisada canchita. Otro chico se acerca
al de la moneda y le da un codazo. Este, entonces, dice:
—Está bien. Quedate en ese lado.
Alberto se detiene, se da media
vuelta y regresa, con una expresión de suficiencia en la cara que algunos ven
como una mueca y otros, como una sonrisa.
El partido comienza. El equipo de
Alberto se pone inmediatamente a la cabeza, con dos goles de un chico que, a
diferencia de todos los demás, juega para un equipo grande, en la liga infantil
de San Lorenzo (o al menos eso dice él) y que Alberto había elegido
explícitamente para su bando. Todo transcurre bien. Los jóvenes juegan y se divierten.
Ríen, bromean y comparten un agradable momento de camaradería futbolística. No
obstante, la armonía no dura mucho. El equipo del chico de la moneda no tarda
en igualar al equipo de Alberto y, a partir de ese momento, la tensión, producto
de la competencia, se hace sentir.
Una falta cometida por Alberto enciende
la chispa.
—¡Faul! —grita el chico afectado.
—¡Nada que ver! —le responde
Alberto.
—¡Me pegaste una patada!
—¡Fui a la pelota!
—¡Me pegaste a mí! ¡Fue faul!
Otros tres chicos se acercan. Dos,
incluso, pertenecen al equipo de Alberto.
—Es verdad —interviene uno—. Fue
faul, Alberto.
—Bueno —dice este—. Si cobran faul
me llevo la pelota.
Al decir esto, Alberto agarra la
pelota y, de la misma manera que hizo antes, empieza a alejarse de la plaza.
Los chicos, que más que ganar quieren
seguir jugando, se miran y asienten con la cabeza.
El que habla es el mismo que recibió
la patada:
—Está bien, no fue faul.
Alberto vuelve y el partido se
reanuda.
Después es un gol dudoso, que pasa
por encima de la piedra que simboliza el poste del arco. Alberto dice que sí,
los otros chicos que no. Alberto levanta la pelota y empieza a irse. Se decide
que sí. Más tarde son otras faltas y otros goles. Los que se rebelan, cansados
de tanto sinsentido, tienen que retirarse, incluso por presión del resto de los
jugadores, que se dicen a sí mismos (y algunos entre sí, aunque en susurros
para que no los oigan) que lo importante es jugar, y mientras hagan todo lo que
dice Alberto, podrán seguir jugando.
Al fin y al cabo, Alberto (y algún día Mauricio o cualquier otro) es el dueño de la pelota, y quien quiera jugar necesita la pelota, aunque pierda todo lo demás.