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29 de septiembre de 2009

EL ALMACÉN, de Bentley Little

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«Era deprimente que la inauguración de un almacén de descuento afectara más a la vida de las personas que cualquier acontecimiento mundial importante.»
Bentley Little, El Almacén.


         Escrita hace más de diez años, la novela El Almacén (The Store) acaba de llegar a nosotros de la mano de Ediciones B. Es la única novela disponible en español de Bentley Little, un autor de gran talento y con una noción abrumadora de lo macabro y lo siniestro. La primera vez que oí (o, mejor dicho, leí) hablar de Bentley Little fue gracias a Stephen King, quien incluye la novela The Ignored en su lista de libros recomendados en Mientras escribo.

         El Almacén es una novela que vale la pena leer. Con una prosa simple, de párrafos breves y oraciones contundentes, Little nos cuenta cómo una cadena de supermercados llamada «El Almacén» se instala en Juniper, un pequeño pueblo de Arizona. A simple vista, la inversión de la empresa no tiene mucho sentido: Juniper es un pueblo de escasos recursos y con una población acostumbrada a los comercios locales, en donde cliente y dueño se conocen personalmente y son, muchas veces, amigos. Sin embargo, El Almacén se instala en Juniper y rápidamente seduce a los pueblerinos. Con una velocidad inaudita, y gracias a la complicidad de los organismos oficiales, El Almacén comienza a dañar, en todo sentido, al resto de los comerciantes y a hacerse con el monopolio comercial de la ciudad. Luego, una vez que el poder económico es suyo, va por el poder político hasta apoderarse de Juniper en su totalidad. En medio de esta carrera por el dominio del pueblo, Bill Davis es uno de los pocos que duda de los beneficios que El Almacén puede traerle a su comunidad. Hay algo malo en ese lugar: ocurren accidentes, enloquecen personas y los animales del bosque van a morir a su playa de estacionamiento. Además, la moral misma de la empresa es dudosa: los empleados son maleducados, los productos que venden parecen tener como objetivo pervertir a los clientes y los rumores que giran alrededor del lugar hablan de asesinatos, hombres extraños que deambulan por las noches y perversos ritos de iniciación. Desde su lugar, Bill y sus amigos intentarán oponerse al Almacén como un grupo de hormigas podría oponerse a un tanque militar. Y, para colmo de males, existe un pequeño detalle: las hijas de Bill trabajan en El Almacén.

         Como dije antes, se trata de una novela que vale la pena leer. Es entretenida, se lee con rapidez y el manejo de lo macabro y lo morboso es impecable. Y además, la novela no deja de ser una alegoría sobre el poder de las empresas multinacionales y el influjo que tienen sobre las vidas de las personas. Lo que ocurre en El Almacén no es ni más ni menos que lo que viene ocurriendo, a escala reducida, en nuestros barrios desde la década del ’90: los comercios locales fueron y van desapareciendo, dándole lugar a las grandes cadenas. Hoy por hoy, sólo unos pocos negocios pequeños sobreviven al lado de los grandes supermercados y de las famosas franquicias.
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Sobre el autor: Bentley Little nació en Arizona en 1960. Es autor de numerosas novelas de terror, entre las que se destaca The Revelation (1990), con la que ganó el Bram Stoker Award en la categoría de «Mejor Primera Novela». También fue nominado al Bram Stoker Award en dos ocasiones más, como «Mejor Novela» en 1993 por The Summonig y como «Mejor Colección de Ficción» en 2002 por The Collection. Entre sus seguidores se encuentra Stephen King, quien se declaró admirador de su obra.


Little, Bentley. El Almacén. Barcelona, Ediciones B, 2009.

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27 de septiembre de 2009

EL DESTINO FINAL: sólo para ver en 3D

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         No hay mucho que pueda decir sobre El destino final (The Final Destination). Es que la película no dice absolutamente nada que no hayan dicho antes sus predecesoras. De la misma manera que en las otras tres, hay un joven que (pre)ve un accidente de grandes dimensiones (en este caso en un autódromo) y gracias a eso consigue salvarse y salvar a un reducido grupo de personas, las cuales comienzan a morir de forma espectacular y según un orden específico. Nada más. Si ya vieron cualquiera de las otras Destino final, entonces no vale la pena que vean ésta. A no ser que sólo busquen una nueva gama de sangrientas muertes o la vean en 3D. En este último caso, la película no se vuelve más interesante, pero al menos uno se puede entretener mirando un papelito volando o una piedra que sale disparada de la pantalla y amenaza con darnos en medio de la frente.


Ficha técnica
Título original: The Final Destination (Final Destination: Death Trip 3D) (Final Destination 4)
Año: 2009
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Director: David R. Ellis
Guión: Eric Bress
Reparto: Bobby Campo, Shantel VanSanten, Nick Zano, Haley Webb, Mykelti Williamson
Productora: New Line Cinema / LivePlanet


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3 de septiembre de 2009

LA REALIDAD DEL PECADO

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         A menudo me he preguntado qué significan estas palabras del apóstol San Juan: «Sabemos que el que ha nacido de Dios no peca, pues lo protege lo que en él ha nacido de Dios, y el Maligno no puede tocarlo» (1 Jn 5, 18). ¿Cómo puede Juan afirmar que el que ha nacido de Dios no peca, cuando a diario se ven en los creyentes pecados de todo tipo? ¿O será que en los primeros años de la cristiandad la fe era más fuerte y el pecado más débil? No lo creo. De seguro que, al estar la vida religiosa en un primer plano, la relación con el pecado era otra, pero no creo que se pecara mucho menos entonces. Lo que Juan plantea no es la realidad de la conducta humana (que de hecho es plural y, según los momentos históricos, puede diferir), sino la realidad misma del pecado.

         La cita anterior se puede entender mejor si se la relaciona con esta otra cita de la misma carta: «El que peca demuestra ser un rebelde; todo pecado es rebeldía» (1 Jn 3, 4). Y aquí llegamos a la realidad del pecado. Juan puede afirmar que el nacido de Dios no peca porque no hay rebeldía en su «pecado». Antes, en los tiempos del Antiguo Testamento, la Ley estaba tan presente y era tan específica y minuciosa que cualquier pecado era una transgresión. Y toda transgresión es, en alguna medida, una rebeldía. Pero en los tiempos del Nuevo Testamento (que, aunque no lo parezca, llegan hasta nuestros días) esto cambió. La Ley, a partir de la Nueva Alianza, es amor, ya que emana de Dios mismo, y «Dios es amor» (1 Jn 4, 7). Pecar ya no es llevar a cabo una acción mala, pecar es no amar o, en su defecto, odiar: «Y el amor consiste en vivir de acuerdo a sus mandamientos» (2 Jn, 4), afirma el apóstol en su segunda carta. De esta manera, podríamos cambiar una palabra de la primera cita y decir que el que ha nacido de Dios no odia, y por eso no peca. A partir de Jesús, el pecado dejó de ser, para el nacido de Dios, transgresión, para pasar a convertirse en debilidad. El cristiano (el verdadero, en todo caso[*]) «peca» por débil, no por rebelde.

         Por esto mismo, el apóstol San Pablo puede afirmar: «Ahora, pues, son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor» (1 Cor 13, 13).


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[*] Insisto en esto, ya que no faltará quien diga: «Los cristianos son los peores» o «Yo veo que los cristianos pecan igual que todo el mundo», etc. En primer lugar, no todo aquel que se dice cristiano es, efectivamente, cristiano. De hecho, no todo aquel que se cree cristiano es cristiano. Hay que tener en cuenta su realidad espiritual y su relación con la Divinidad. Muchos se dicen o se creen creyentes, pero no saben muy bien en lo que creen y no tienen mucho interés en averiguarlo. De cualquier manera, las acciones de los creyentes y los no creyentes pueden no diferenciarse a simple vista, pero la diferencia radicaría en la motivación que lleva a la acción y en la respuesta a la mala acción consumada. Es decir, la diferencia se hallaría en el interior del individuo y no en su comportamiento exterior.

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30 de agosto de 2009

ARRÁSTRAME AL INFIERNO: impecable

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         Los seguidores del cine de terror de seguro recordarán (y valorarán) a Sam Raimi más por la trilogía The Evil Dead (Diabólico, Noche alucinante y El ejército de las tinieblas) que por películas como Spiderman (cualquiera de ellas). Es que, sin negar el talento de Raimi en todo lo que hace, hay que admitir que a él le va bien el género de terror. Y, en este momento, tenemos la posibilidad de disfrutar de la película Arrástrame al infierno (Drag me to Hell), en la que se desempeña como director y guionista (el guión es suyo y de Ivan Raimi). El film cuenta la historia de Christine Brown, una joven que desea progresar en su trabajo. Hija de una mujer alcohólica, Christine busca ganarse el respeto y la valoración que por muchos lados se le ve negada. Dado que trabaja en un banco, su posibilidad de ascenso está relacionada con su capacidad de tomar «decisiones difíciles», que no siempre van de la mano con la moral y las buenas costumbres. Christine, que no es una mala chica (eso queda claro), toma una decisión mala: le niega a la anciana Ganush una prórroga en el pago de su hipoteca, haciéndole perder la casa. El problema es que la anciana es una gitana que termina por enviarle una maldición: a los tres días un demonio vendrá por ella para arrastrarla al Infierno. Desde ese momento, Christine, con la ayuda de su novio (en un comienzo escéptico) y de un joven vidente, intentará revertir la maldición y salvarse de una eternidad rodeada de fuego.

         La película nos muestra cómo la vida puede descarrilarse en cualquier momento. Aunque tengamos un buen trabajo, una pareja comprensible y atenta, aunque estemos enamorados y seamos completamente sanos, todo puede, de un segundo para otro, irse al infierno. Pero no gratuitamente, por supuesto. El tinte moral viene dado por el hecho de que son nuestras propias decisiones y acciones las que determinan que todo se derrumbe. Así, Christine podrá admitir que se equivocó, pero no podrá decir que ella no es la responsable de lo que le está pasando.

         El talento de Raimi se ve confirmado. La película es divertida, repugnante y estremecedora, y posee además una gran calidad visual. En resumen, lo tiene todo y no le falta nada. Es una prueba contundente de que el cine bizarro es un género y no una condición forzada por las circunstancias, que puede existir aún allí donde hay dinero y recursos.


Ficha técnica:
Título original: Drag Me To Hell
Año: 2009
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Sam Raimi
Guión: Sam Raimi y Ivan Raimi
Reparto: Alison Lohman, Justin Long, Lorna Raver, David Paymer
Productora: Universal Pictures / Ghost House Pictures / Mandate Pictures


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23 de agosto de 2009

INVOCANDO ESPÍRITUS: terror basado en hechos reales

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         Sin ser genial (hay pocas genialidades hoy en día), Invocando espíritus (The Haunting in Connecticut) es una película que se puede recomendar. La historia es más o menos la siguiente: Matt Campbell es un adolescente que tiene cáncer. Debido a su enfermedad, su familia debe mudarse a una casa cercana al hospital en el que le están haciendo el tratamiento. La casa, digna de una historia de Lovecraft, está rodeada por amplios jardines, con recovecos y cuartos misteriosos y un sótano perverso. Y una historia propia, claro, también perversa. Una vez allí, toda la familia (con excepción del padre, que va y viene, urgido por el trabajo y las deudas) se va a ver envuelta en una intriga en que no faltarán apariciones, fantasmas, viajes al pasado y una interesante cuota de información sobre invocaciones y necromancia. Incluso la emotividad está presente, en la figura de la madre que tiene que enfrentarse con la enfermedad y la agonía de su hijo. El hecho de ser promocionada y encarada como una historia real (antes de los créditos aparecen los típicos cuadritos con los datos de la vida de los personajes después del momento en que el film concluye) le da una atmósfera de credibilidad que la vuelve más inquietante.

         La única objeción que yo le haría es el abuso de las «apariciones sorpresivas», que llevan, como todo con lo que se abusa, a no sorprender. Un vicio que comparte con el 99% de las películas de aparecidos de estos días (con la excepción, tal vez única, de Los otros). De todas maneras, creo que la película cumple con todo lo que se puede esperar de ella: hay una historia interesante, unas idas y venidas que atrapan y sorprenden, y un final que conforma y deja satisfecho al espectador.

        Sin más que agregar, la recomiendo.


Ficha técnica:
Título original: The Haunting in Connecticut
Año: 2009
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Peter Cornwell
Guión: Tim Metcalfe y Adam Simon
Reparto: Virginia Madsen, Martin Donovan, Elias Koteas, Kyle Gallner, Amanda Crew
Productora: Lionsgate Films / Gold Circle Films


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22 de agosto de 2009

LA SOCIEDAD DE LOS MIEDOS, de Pacho O’Donnell

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«… el miedo es el mecanismo de disciplinamiento que el sistema económico y político necesita para su conservación y expansión».
Pacho O’Donnell, La sociedad de los miedos.


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         A mí, particularmente, me interesa el tema del miedo. De hecho, ya en este blog he reflexionado al respecto («La esencia del miedo»). Supongo que es un interés que comparto con todos aquellos que trabajan o disfrutan con el género fantástico. Por esto mismo, me parece pertinente incluir La sociedad de los miedos de Pacho O’Donnell (que no se centra ni en la literatura ni en lo fantástico) en la lista de comentarios de libros de este espacio.

         Más que una disertación teórica sobre el concepto de «miedo», el libro es una reflexión práctica sobre la realidad concreta de los miedos (así, en plural). Es que si bien, como afirma O’Donnell, el miedo a la muerte es la base de todos los miedos, en la sociedad consumista en que vivimos este miedo puede (y de hecho lo hace) asumir diferentes caras, todas ellas fomentadas y sostenidas por la misma sociedad que, en apariencia, intenta combatirlas. Así, a lo largo del libro, se puede leer sobre el miedo a ser distinto (capítulo 1), el miedo a la muerte (capítulo 2), a perder lo que se tiene (capítulo 3), al futuro (capítulo 4), a no ser amado (capítulo 5), al fracaso (capítulo 6), al sufrimiento (capítulo 7), a la locura (capítulo 8), a la inseguridad urbana (capítulo 9), a la vejez (capítulo 10) y a la soledad (capítulo 11). Además, O’Donnell se vale de las reflexiones de grandes pensadores, artistas y filósofos (Foucault, Kant, Heidegger, Nietzsche, entre otros) para cimentar sus reflexiones, y concluye cada capítulo con la trascripción de un diálogo con alguna figura del mundo cultural contemporáneo, tanto nacional como internacional (Alejandro Dolina, Fernando Savater, Alfredo Bryce Echenique, Eduardo Galeano, entre otros).

         No hay que esperar encontrar en el libro grandes hipótesis ni elaboradas conclusiones, sino una mirada perspicaz de la realidad que nos rodea. Así, su lectura puede llegar a ser, por momentos, reveladora. ¿Hasta qué punto estamos enajenados en esta sociedad que utiliza el miedo como arma política y recurso comercial? ¿Hasta qué punto somos cómplices? ¿Nos convertimos en uno más, proclives a los gustos, los deseos y los anhelos impuestos? ¿O somos nosotros mismos, conscientes de nuestros propios y verdaderos deseos?

         El miedo es, entonces, una eficiente arma política y una rentable herramienta comercial. O’Donnell muestra cómo, detrás de todo miedo, hay un mercado que lo incentiva y se aprovecha de él. De esta manera, el miedo a la vejez despliega toda un gama de productos estéticos y cirugías rejuvenecedoras, el miedo a la inseguridad un mercado de alarmas, seguros y seguridad privada, el miedo al futuro una sarta de teorías adivinatorias (que van desde el horóscopo hasta el servicio metereológico), para nombrar sólo algunos ejemplos. Si bien por momentos la exposición puede llegar a ser discutible o confusa[*], el libro es interesante y de fácil lectura.

         Por último, en La sociedad de los miedos no vamos a encontrar grandes respuestas. No es un libro de autoayuda. O’Donnell nos da algunas pautas sobre lo que tendríamos que hacer, pero no profundiza mucho al respecto. Básicamente, para mitigar el miedo debemos aceptar el sufrimiento como parte esencial de la vida y volvernos auténticos, fieles a nuestros propios deseos y no a aquellos que nos quieren imponer desde el exterior (los medios de comunicación, la política, etc.). En sus propias palabras: «No se trata entonces de tomar un arma y rebelarse contra la sociedad (aunque muchos lo han hecho) sino de rescatar espacios de autoafirmación, de contacto con el propio deseo, de contradicción con lo que se supone que debemos pensar, hacer o decir» (p. 188), «Porque el éxito, el verdadero, pertenece al orden de lo espiritual, de la lealtad con los propios sonidos, sin dejarse ensordecer por el sutil pero imponente barullo de la alienación y el adoctrinamiento que nos propone la sociedad del miedo» (p. 144).
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[*] No queda claro, por ejemplo, si el miedo a la inseguridad es incentivado desde los medios de comunicación o, por el contrario, se trata de una cruel y peligrosa realidad. Se podría pensar que es un poco de cada cosa, pero si es una realidad, entonces los medios de comunicación no incentivan, informan. También se podría decir que hay una exageración o una saturación, pero en ese caso todo es cuestión del límite que uno le impondría a cada noticia. En fin, un tema que, por sí solo, daría para mucho.
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Sobre el autor: Mario Pacho O’Donnell nació en Buenos Aires en 1941. Médico, se especializó en psiquiatría y psicoanálisis, y escribió varios libros y numerosos artículos sobre el tema. Su producción historiográfica suele ser considerada neo-revisionista. Incursionó en el género histórico (El grito sagrado, El águila guerrera, Los héroes malditos, Caudillos federales, entre otros), en el biográfico (Juana Azurduy, la teniente coronela, Juan Manuel de Rosas, el maldito de la historia oficial, Che, la vida por un mundo mejor, etc.) y en el ficcional (El tigrecito de Mompracen, Las hormigas de Chaplin, Las patrias lejanas, etc.). En 2008 se editó Teatro, que reúne su producción como dramaturgo. Es director del Departamento de Historia Argentina de la UCES (Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales). Fue secretario de Cultura de Buenos Aires y de la Nación, y también senador Nacional y embajador de Panamá y en Bolivia.
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- O’Donnell, Pacho. La sociedad de los miedos. Buenos Aires, Sudamericana, 2009.
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4 de julio de 2009

SOBRE LA (IM)POSIBILIDAD DE ESCRIBIR

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         El otro día estaba leyendo un blog amigo y me encontré con la siguiente idea: para poder escribir hace falta estar mal. Esta idea, a su vez, se veía reforzada por los comentarios de los lectores. Por mi parte, me sentí un tanto incómodo, ya que por un lado creía compartir la opinión general, aunque por otro me hacía mucho ruido. ¿Qué me quedaba entonces? Pensar un poco al respecto, nada más.

         Como dije, yo también creía sostener esa idea. Se trata de algo que uno está dispuesto a afirmar. La escritura como catarsis. La creación artística como bálsamo para el alma. La inspiración como respuesta a la tortura anímica. Mentiras. Resabios románticos que, porque suenan bien y nos hacen sentir especiales, seguimos sosteniendo sin someterlos a la menor reflexión crítica. A continuación, quiero echar por tierra esta centenaria ilusión.

        Las personas que afirman que sólo pueden escribir cuando se sienten mal (o, lo que es lo mismo, que si están bien, si son felices, la escritura no les sale) tienden a decir también que escribir les hace bien, que, de hecho, al hacerlo se sienten un poco más felices. ¡Gran incoherencia! Si al momento de sentarse a escribir ellos se sienten mejor, si en ese momento algo parecido a la felicidad los envuelve, entonces la escritura surge de ese estado de felicidad, y no del de tristeza previa. La escritura es así una generadora de, y una respuesta a, la felicidad, y no una consecuencia de la tristeza. De lo contrario tendríamos que decir que al momento de comenzar a escribir la tristeza se vuelve más profunda y aberrante, pero nadie diría eso.

         Los que afirman tales cosas se niegan a aceptar que la escritura, como otras tantas cosas, es un pasatiempo, o, más aún (¡mala palabra!), un oficio. Si la escritura sólo nace de la tristeza y la desesperanza, entonces los escritores profesionales deberían ser unos individuos oscuros y melancólicos, y, salvo unas pocas excepciones[1], no lo son. Yo mismo creí en la idea del artista torturado, y lo creí por mucho tiempo, hasta que conocí personalmente a algunos escritores que publican hoy en día. Entonces me di cuenta de que no era tan así. Son hombres y mujeres que tienen sus familias (antes creía que un escritor debía ser un individuo solitario) y sus rutinas bien marcadas. Se toman vacaciones, van al cine, pasean con sus hijos y hacen las compras para abastecer su heladera. Ah, y no se olvidan de pagar los impuestos, por supuesto (otra idea estúpida, creer que los escritores viven más allá de las necesidades materiales y que, por eso, no están al tanto de ellas).

         Con esto no quiero negar la idea de que la escritura pueda servir de catarsis. Por supuesto que puede hacerlo, como también la lectura de un libro, una caminata mañanera o un rompecabezas. En ese sentido, la escritura no se diferencia de otros pasatiempos, que sirven para relajarnos y distraernos un poco.

         La cuestión está en la convicción de cada uno. Si uno cree que sólo estando mal podrá escribir, entonces sólo va a poder escribir estando mal. Si uno cree que podrá escribir en cualquier momento (y el que piense vivir de la escritura ojalá lo crea), entonces va a poder escribir en cualquier momento. Lo que pasa es que se confunden las ganas de escribir con la posibilidad de hacerlo. Ahí está la cuestión. Si uno se siente feliz porque se enamoró, de seguro va a querer pasar más tiempo con su enamorado y no encerrado escribiendo (o armando un rompecabezas). Pero eso no significa que no pueda hacerlo. Querer es poder. Esa persona no quiere, eso es todo.

         En fin, dejémonos de joder con cuestiones poéticas. Si alguien quiere escribir (o pintar, o componer, o armar un rompecabezas), que se siente y escriba. Esa es la única manera de hacerlo, independientemente del estado de ánimo que tenga. Que lo que escriba va a estar afectado de alguna manera por cómo se siente, por supuesto. Nadie lo niega. Eso es lo que hace interesante a las prácticas artísticas.

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[1] Hay muchas historias de escritores torturados y oscuros (podemos nombrar, sin alejarnos del género fantástico, a Poe, a Lovecraft y a Stoker), pero esto no tiene por qué decirnos algo de la figura del escritor. Además, las biografías de estos autores, muchas veces, se encuentran teñidas por leyendas y datos poco fiables. Personalmente, conozco a más de tres peluqueros oscuros, y no por eso vamos a decir que para poder cortar el pelo hace falta estar oscuramente deprimido.

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