Recuerdo que en el verano de 1998 agarré la guía del cable y marqué todas
las películas de terror que iban a dar durante las noches y las madrugadas del
mes de enero. En ese entonces, simplemente me quedaba despierto. No había fotos
del televisor ni estados en los que decía lo que iba a ver. Tampoco comentarios
ulteriores. Era yo conmigo mismo y con las películas. Nadie sabía, y no sentía
que nadie tenía que saber. Era hermoso. Extraño esa soledad hecha de verdadera
ausencia. Ahora estamos rodeados de supuestas presencias, imaginadas,
virtuales. A lo mejor por eso nos sentimos cada vez más solos. Antes nos
sabíamos solos, y por eso veíamos en la soledad un disfrute distinto, íntimo,
personal. Ahora nos suponemos acompañados TODO el tiempo, lo que hace que nos
desposeamos y que, sin que tengamos a otros, tampoco nos podamos tener a
nosotros mismos. Si me permiten, creo que este es el peor de los males de las
redes sociales: sentir que siempre necesitamos testigos. Y el hecho de que esté
escribiendo esto en una red social hace que, más que contradictorio, sea una
derrota absurda.
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