30 de mayo de 2009

DUMA KEY, de Stephen King

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«¿Imaginé alguna vez que algo así podría pasarme a mí? No, muchacho, nunca ni en mis peores pesadillas, y Dios nos castiga por lo que nos es imposible de imaginar.»
Stephen King, Duma Key.


         Hace ya varios años que Stephen King viene anunciando su retiro. En ningún momento consideró la posibilidad de dejar de escribir, pero sí de publicar. Al parecer, sentía que todo lo que tenía para decir ya lo había dicho, y que lo que estaba haciendo ahora, de una forma u otra, era repetirse... Ahora bien, ¿qué podemos decir nosotros, los lectores, cuando leemos un libro como Duma Key? La respuesta es sencilla: ¡suerte que no concretó su fatídico anuncio!

         Duma Key nos muestra lo mejor de Stephen King. Si bien es extensa (tiene 727 páginas), es también de lectura amena y no se puede dejar a un lado hasta el final. Yo soy una persona que, por lo general, tiene que leer varios libros al mismo tiempo; intento no leer dos novelas juntas, pero mientras leo una novela, leo también libros o artículos de historia, filosofía, teoría literaria, etc. Esta semana me vi imposibilitado de hacer esto. Cuando comencé a leer Duma Key, sólo pude leer Duma Key.

         La historia nos presenta a Edgar Freemantle, un exitoso hombre del negocio de la construcción que sufre un grave accidente: una grúa de doce pisos lo aplasta mientras conduce una camioneta. Su cuerpo queda maltrecho, pierde su brazo derecho y su mente se ve seriamente afectada (pierde la memoria y es atacado por accesos de ira que apenas puede controlar). Esto, por supuesto, no es todo, sino que, como corolario, su mujer le pide el divorcio. Así, Edgar se ve en la necesidad de recurrir a algo que lo salve de la negrura que lo rodea, y recuerda que, en algún momento hacía ya mucho tiempo, le gustaba dibujar. Entonces comienza a hacerlo. Se muda por una temporada a Duma Key, en Florida, a una casa frente al mar, y comienza a dibujar con regularidad. Después, comienza a pintar, y su talento es cada vez más sobresaliente. El problema es que la pintura, como todo arte, no es inocente, y la fuerza que entraña puede generar consecuencias sumamente indeseables y poderosas, tanto como para convertirse en instrumento de un ser maligno e inhumano.

         King nos permite disfrutar de una historia macabra, misteriosa y, al mismo tiempo, conmovedora. Su talento para construir personajes nos hace sentir, una vez más, que estamos frente a personas reales y no ante productos de su imaginación. Wireman, Elizabeth, Jack, Ilse, el mismo Edgar, son sólo algunos de los personajes que, después de concluido el libro, se resisten a abandonar al lector.

         Todavía hay quienes siguen discutiendo sobre el talento y la calidad de Stephen King (esto no deja de ser un avance, ya que décadas atrás ni siquiera se discutía). Por mi parte, creo que llegó el momento de dejar de discutir y comenzar a leer. Y Duma Key es una excelente opción.

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Sobre el autor: Stephen King nació en Maine (EE.UU.) en 1947. Estudió en la universidad de este Estado y después trabajó como profesor de literatura inglesa. Su primer éxito literario fue Carrie (1974), que, como muchas de sus novelas posteriores, fue adaptada al cine. Lleva escritas más de cuarenta novelas (entre las que se destacan Cementerio de animales, It, The Green Mile, Un saco de huesos y la saga La torre oscura, entre muchas otras) y doscientos relatos. En 2003 fue galardonado con el premio literario estadounidense de mayor prestigio, la medalla de The National Book Foundation for Distinguished Contribution to American Letters.

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- King, Stephen. Duma Key. Buenos Aires, Plaza & Janés, 2009.


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  • Más sobre Stephen King en El lugar de lo fantástico:
- «La cúpula, de Stephen King» (aquí)
- «Trailer de La cúpula» (aquí)
- «Después del anochecer, de Stephen King» (aquí)
- «Trailer de Duma Key» (aquí)
- «La nueva novela de Stephen King: Under the Dome» (aquí)

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TRAILER DE DUMA KEY

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Acá dejo el trailer de la novela Duma Key, de Stephen King. Es la primera vez que veo algo así en relación con un libro. Espero que lo disfruten tanto como yo.
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  • Más sobre Stephen King en El lugar de lo fantástico:
- «La cúpula, de Stephen King» (aquí)
- «Trailer de La cúpula» (aquí)
- «Después del anochecer, de Stephen King» (aquí)
- «Duma Key, de Stephen King» (aquí)
- «La nueva novela de Stephen King: Under the Dome» (aquí)

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25 de mayo de 2009

EL INFIERNO

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            El Infierno es una calle repleta de gente. A donde miro, veo personas que hacen cualquier cosa por llegar a uno de los tantos locales que dan a la vereda. Se empujan y me empujan sin descanso. Una señora de unos cincuenta años está agarrando de los pelos a un adolescente. Éste cae de espaldas al suelo y al instante es pisoteado por un centenar de pies nerviosos. Vuelvo a ver a la señora: en su maño aferra, cual trofeo, una mata de pelo rubio.

            No recuerdo cómo llegué. Supongo que habré muerto, de lo contrario no me explico cómo puedo estar en el Infierno. Porque éste es el Infierno, así con mayúscula, de eso estoy seguro. Creo que es de lo único que estoy seguro.

            Tampoco recuerdo mi otra vida. O mi vida, para ser exacto. Algo me dice que tuve una hija, o dos, y un perro, pero no podría asegurarlo. Aunque, a decir verdad, no tiene importancia. En el Infierno no importa nada de eso. Lo único que importa es la calle que te toca y la gente que te rodea.

            Veo a varios chicos en la vereda. Están desorientados. Miran hacia uno y otro lado y no paran de llorar. Lloran desconsoladamente, pero nadie les hace caso. Parece que buscan a sus padres. Sin lugar a dudas ellos están peleando para entrar a uno de los locales, golpeando y recibiendo golpes a diestra y siniestra. Y los chicos lloran... No pertenecen a este lugar. Esta revelación me llega de pronto, pero sé que es cierta. El Infierno no es para los niños ni los niños para el Infierno, pero los padres arrastran a sus hijos a donde quiera que vayan.

            Miro hacia la vereda de enfrente. El mismo escenario se reproduce allá. Hombres y mujeres que luchan, chicos que lloran, un tumulto sin nombre que se mueve como una aglomeración de hormigas. El cielo, arriba, es rojo. No intento cruzar la calle, ya que se encuentra cubierta de pequeñas montañas humeantes. No sé qué serán, pero de todas maneras no me arriesgo. Algo me dice que no podría cruzar. Miro la vereda de enfrente como si observara, desde la costa, una embarcación en el horizonte. La veo y allá está, pero también sé que jamás podría llegar a ella. A mí me tocó este Infierno, y a este Infierno tengo que remitirme.

            Un hombre calvo pasa a mi lado y me golpea con su hombro. No creo que haya sido a propósito, no parece darse cuenta de nada. Al menos conmigo, ya que unos metros más adelante se topa con otro hombre, gordo y con barba, y después de tirársele encima le muerde la oreja hasta arrancarle un pedazo. El hombre gordo se agarra el costado izquierdo de la cara y, tras dar dos o tres pasos en falso, se cae. En su cara puedo ver el dolor. No hay caso, en el Infierno también hay dolor.

            Una mujer vestida con una blusa verde sale disparada del tumulto, como si varios pares de brazos la empujaran al mismo tiempo. Va directo a la calle y cae sobre ella. En el instante se derrite, dejando en el pavimento un montón de huesos amarillentos chapoteando en un fétido líquido verde. Ahora veo la naturaleza de los montículos humeantes. Algo en mi mente me advertía de los peligros de la calle. Algo me decía que era imposible pasar por ella. Todos estamos atrapados en el Infierno que nos tocó.

            Empiezo a avanzar. Solamente quiero irme. Trato de mantenerme alejado de los comercios sin acercarme mucho al cordón de la vereda. No es fácil, las personas van y vienen.

            Sigo caminando, con cada paso me siento más y más extraño. Mejor, se podría decir. Sí, bastante mejor. Miro hacia atrás, la esquina está tan lejos como la que se halla adelante. Tengo que seguir avanzando. Y lo hago, y me siento mejor.

            Entonces me doy cuenta (con el décimo paso me doy cuenta): nadie llega al Infierno y se siente en casa de buenas a primeras. No, hay que acostumbrarse al Infierno, como hay que acostumbrarse a todo. Y, para acostumbrarse, hay que avanzar. Y yo avanzo.

            A los veinte pasos dejo de esquivar a las personas y las empujo. A los treinta, las golpeo. Ahora siento unas ganas irrefrenables de entrar a un comercio y comprar algo. Lo que sea. No sé qué venden acá, pero no me importa. En el Infierno, todo está a la venta.

            Comienzo a abrirme paso entre la multitud. Veo un hueco. Antes de meterme por él, una nena se me atraviesa, llorando. No dice nada, sólo llora y me mira. Me exaspera. Meto mi mano en el bolsillo y saco las llaves de mi auto, ya inservibles. La sujeto con mi puño cerrado y dejo que la punta emerja entre mis dedos índice y mayor. Doy el golpe. La llave ingresa por el ojo de la nena y siento una explosión en mi mano. Aparto a la chiquita de un manotazo y apenas veo como se desploma.

            Sigo. Una ráfaga de sentido irrumpe en mi cabeza. Esa nena, a lo mejor, era mi hija (una de mis hijas, si tenía más de una), que yo mismo había arrastrado hasta acá y que me estaba buscando...

Desecho el pensamiento al instante y me empecino en avanzar. En el Infierno no importan esas cosas.




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© Lucas I. Berruezo
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21 de mayo de 2009

LA PROFECÍA DEL NO NACIDO: los hermanos sean unidos...

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         Hay quienes creen que los espejos son un portal hacia otros mundos. Los gemelos, por su parte, serían espejos vivos...

         La profecía del no nacido (The Unborn) cuenta la historia de Casey Beldon, una joven que, de pronto, comienza a tener una serie de visiones que la persiguen y no le dan respiro: a veces, un niño la observa; otras, un perro con una máscara humana la amenaza; y otras, un feto humano la atormenta... Ante tales sucesos, Casey decide investigar, y lo que descubre la deja atónita: ella tuvo un hermano gemelo, un hermano que nunca llegó a nacer y que murió cuando ambos compartían el útero materno. Lo que en principio parece ser la búsqueda de vida de aquel hermano que no llegó a ver el mundo, se va convirtiendo en algo más complejo, que entraña una oscura historia familiar que se remonta a Auschwitz y a los experimentos con gemelos de Josef Mengele (que no es nombrado pero sí aludido), y que involucra también a una raza de demonios que intenta llegar a la vida.

         La película no está mal, cumple con lo que se puede esperar de ella. Si bien por momentos aburre (las visiones de Casey llegan a ser excesivas en su número), logra mantener un nivel de tensión que hace amena la permanencia ante la pantalla. El final, que por un lado no llega a ser grandioso, por otro no echa por tierra lo que el film construyó en la hora y media precedente.

         En conclusión, una opción para el fin de semana.


Ficha técnica:
Título original: The Unborn
Año: 2009
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: David S. Goyer
Guión: David S. Goyer
Reparto: Odette Yustman, Gary Oldman, Cam Gigandet, Meagan Good, Jane Alexander
Productora: Universal Pictures / Rogue Pictures / Platinum Dunes


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18 de mayo de 2009

EL FIN DE LA VIDA

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        Tengo una tendencia a centrarme en el final de las cosas. Muchas veces, esa tendencia hace que me sofoque y caiga en crisis de ansiedad. Me dijeron que eso tal vez se debiera a mi inclinación a escribir. Cuando uno escribe, al menos en mi caso, suele tener definido el comienzo y el final del relato. Lo del medio viene después. Por supuesto que, según cómo avance el relato, el final podrá mantenerse o cambiar (generalmente cambia), pero uno siempre cuenta con la seguridad de que sabe, más o menos, hacia donde se encamina. Con la vida no ocurre eso. No sabemos hacia donde vamos, o si nos engañamos y nos decimos que tenemos el camino definido, somos conscientes de que cualquier eventualidad puede salirnos al paso y arrebatarnos las metas. Tal vez, como escritor me cueste aceptar que no tengo el dominio de mi vida. Cuando uno escribe, tiene la convicción (sea ésta ilusoria o no) de que el final depende de uno, cuando uno vive está sujeto a las voluntades ajenas y a las innumerables contingencias.

         Por un tiempo pensé que esto era algo mío. Uno de mis mambos, digamos. Pero después de elevar un poco la vista y de mirar a mi alrededor, me di cuenta de que no era así. El enfoque en el final de las cosas es una construcción social e histórica, que por fuerza compartimos todos. Veamos unos ejemplos: cuando le decimos a alguien lo que estudiamos, la pregunta que viene a continuación es «¿Y cuánto te falta?» o, en su defecto, «¿De qué vas a laburar después?» (los que estudien alguna carrera humanística habrán oído esta pregunta más de una vez); cuando vemos que dos personas incompatibles se ponen de novios no decimos «Se van a llevar a las trompadas» (cosa que se centraría en el proceso), sino «Les veo poca vida juntos» (cosa que se centra en el final); es, ni más ni menos, la metáfora de la vida como camino, que necesariamente conduce a alguna parte.

         Siempre estamos viendo hacia adelante, siempre hacia el final (o hacia un determinado final, que a su vez puede conducir a otros). Por eso es mentira cuando se dice que un padre no está preparado para enterrar a un hijo, ya que desde que éste nace lo único que hace el padre es prepararse para ese momento. Si después ese dolor es tan fuerte que vuelve inútil cualquier anticipación, ése es otro tema. ¿A qué se deben los miedos, los cuidados excesivos, las obsesiones, sino a evitar ese final que desde un primer momento estamos previendo? Si ese final llega, todo lo que hayamos hecho no servirá; si no viene, seguiremos esperándolo.

         Las personas ven esto con más o menos conciencia. Algunos lo negarán, pero después los veremos caer en estas conductas «dirigidas». El hecho de que sea algo que se nos inculca desde pequeños (y a nuestros padres desde pequeños, y a nuestros abuelos desde pequeños, etc.) hace que no se pueda ver con claridad. Además, los tiempos que corren no hicieron más que empeorar la situación, ya que al tema del final se le sumó el de la velocidad: siempre tenemos que llegar a algún lado, y encima tenemos que hacerlo rápido.

         Existe una contracara de la cuestión que no la niega, sino que la reafirma. Es el miedo a envejecer. Después de determinada edad, lo único que se desea es lograr la inmovilidad. Cirugías, vestimentas, accesorios no hacen más que impedir que el tiempo avance, pero siempre con la vista enfocada en ese final (en este caso, el final de la juventud) que no se quiere alcanzar. Jamás se mira el presente, porque el presente es siempre un camino para lo que está adelante. Y lo que está adelante es siempre la muerte, de una u otra forma.

         En fin, me pregunto cuál es el fin de la vida. ¿El fin de la vida es el fin o es otra cosa? Creo que debería ser otra cosa, aunque no pretendo descifrarlo aquí. Después de todo, la pregunta sobre el sentido de la vida traspasó las generaciones sin obtener una respuesta satisfactoria. ¿Qué podemos hacer nosotros? Al menos por ahora, podemos repetirnos la fórmula del Carpe diem, que aunque intente aprovechar el presente no deja de tener presente el final (que, según el momento histórico, será la vejez o la muerte). Mientras tanto, escucho la voz de Andrés Calamaro que dice: «Todo lo que termina, termina mal».

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9 de mayo de 2009

AVATAR, de Alina Diaconú

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         Avatar cuenta la historia de una psiquiatra lacaniana que recibe la visita de un hombre misterioso que pide ser su paciente. Como presentación, el hombre simplemente afirma: «Perdón... Soy escritor y tengo cáncer» (p. 13). Sólo eso dice de él y aclara, además, que no tiene dinero para pagarle. La doctora acepta atenderlo por el espacio de un mes (cuatro sesiones), y pronto se entera de que lo que más aqueja a este escritor (que se hace llamar Juan, aunque éste no es su verdadero nombre) no es el cáncer, sino un extraño «estado» que lo disocia, lo hace vivir como separado de sí mismo, ajeno a todo lo que es su vida y su cuerpo. La relación entre ambos avanza (una relación exclusivamente de paciente–doctora) hasta que llega el momento de inflexión: Juan relata su encuentro con Alba, su ex esposa, en el subte. La doctora no se sorprende, hasta que Juan le aclara: «Es que hay un detalle: Alba murió hace diez años» (p. 67). A partir de ese momento, la confusión del lector comienza a ser estimulada.

         Al finalizar la novela sentí una combinación de impresiones. Ciertos aspectos positivos me instaban a hacer una buena reseña; otros negativos me inclinaban a hacer una mala. Creo que lo más sensato es marcar lo bueno y lo malo, según mi parecer, por supuesto. Vamos primero a lo bueno. Algo interesante es el hecho de que la narración corre por cuenta de la doctora, cosa que nos muestra el mundo vulnerable de los terapeutas, al tiempo que nos permite ser testigos de las hipótesis sobre el «estado» de Juan que ella va aventurando a lo largo de las páginas. Además, también son interesantes las hipótesis sobre el perfil del «escritor» como un individuo obsesivo, con delirios de grandeza y una personalidad atenazada por los miedos. Ahora detengámonos un poco en lo no tan bueno. La relación entre los personajes nunca llega a ser tan profunda ni sus respectivas personalidades tan complejas como uno podría suponer de una novela de (casi) sólo dos personajes. El final, por su parte, deja ver el esfuerzo de la autora por hacerlo inesperado y contundente, volviéndose, por esto mismo, forzado y poco sorpresivo.

         La balanza, no obstante, se inclina hacia lo positivo. Considero que se trata de una novela recomendable, que mantiene la confusión hasta el final y que puede ser leída en pocos días (u horas).
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Sobre la autora:
Alina Diaconú nació en Bucarest, Rumania. Es argentina naturalizada y vive en Buenos Aires desde 1959. Recibió numerosos premios y distinciones nacionales e internacionales: la Faja de Honor de la SADE en 1979, la Beca Fulbright en 1985, el Meridiano de Plata en 1990, entre otros. Entre sus novelas se encuentran La Señora, Enamorada del muro, Los ojos azules, Los devorados y Una mujer secreta. Además, escribió el libro de cuentos ¿Qué nos pasa, Nicolás? y los libros de poesía Intimidades del Ser y Poemas del silencio. Varios de sus libros fueron traducidos al inglés, al francés y al rumano, y muchos de sus textos figuran en antologías argentinas y extranjeras.


– Diaconú, Alina. Avatar. Buenos Aires, Ediciones B, 2009.

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4 de mayo de 2009

AFTER DARK, de Haruki Murakami

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         After Dark me permitió formular una serie de preguntas: ¿suponiendo que exista un costado sobrenatural en nuestro mundo, un costado que nos pase desapercibido, tiene que ser éste, por fuerza, terrible? ¿Lo inexplicable tiene que ser siempre pasible de una explicación? ¿Todo tiene que conducir forzosamente a algo? ¿Una manifestación sobrenatural tiene que implicar siempre el comienzo de una cadena de sucesos aciagos y causales? En las ficciones parecería que sí, aunque en esta novela Murakami nos dice algo completamente distinto.

         En efecto, ¿por qué no podemos pensar que a nuestro alrededor se despliega un mundo que desconocemos, un mundo que efectivamente nos puede poner en riesgo, pero que no necesariamente nos tiene que llevar a hacer algo...? Lo sobrenatural se puede manifestar sin que nosotros lo veamos (el reino de las sombras, si es de las sombras, puede no ser visto), y después puede seguir con su camino (si es que tiene alguno) y nosotros con el nuestro. ¿Por qué no? La novela de Murakami, en este sentido, es una novela fantástica–realista: en ella hay una manifestación sobrenatural, o incluso varias, pero el mundo parece reaccionar y seguir de forma realista. No hay, es verdad, una gran historia de fondo, pero en la vida real tampoco la hay. Los personajes no son héroes, pero en la vida real los héroes escasean. Los malos, al menos de momento, no son castigados, a nuestro alrededor sobran ejemplos de ello. En fin, las leyes que creemos inmutables se pueden romper a nuestras espaldas, pero si ocurre a nuestras espaldas, ¿qué podemos hacer al respecto?

         La novela cuenta la historia de varios personajes, que es a su vez una sola historia entrelazada: Mari, una estudiante de diecinueve años que decide pasar toda la noche fuera de su casa; Takahashi, un joven músico que se encuentra con Mari y recuerda haberla conocido en otra oportunidad, junto a su hermana; Eri, la hermana mayor de Mari, una hermosa modelo que desde hace dos meses duerme en su habitación, en donde su televisor, desenchufado, se enciende y amenaza con arrebatarla de este mundo para arrastrarla a otro, que no conocemos; Kaoru, una mujer que trabaja en un hotel alojamiento y hace lo que puede con lo que tiene a mano; y Shirakawa, un empleado y hombre de familia corriente que esconde un oscuro secreto, le apasiona ir con mujeres chinas a los hoteles alojamiento, golpearlas hasta el extremo y robarles todas sus pertenencias. En medio de todo esto, el mundo de la noche (y la realidad particular que implica) acompaña a estos y otros personajes en medio de las sombras de una ciudad iluminada.


– Una teoría de la lectura

         Tengo que rescatar el registro que utiliza Murakami para desarrollar la historia que nos presenta. En ella, una primera persona del plural nos mete de prepo en las escenas sin dejar que nos olvidemos que somos lectores y, como tales, estamos dotados de privilegios y limitaciones.

         Por un lado, y como todo lector, no podemos intervenir en la historia en favor de ningún personaje: «Por desgracia (es preciso que lo digamos) nada podemos hacer por ella. Ya lo hemos mencionado antes, pero nosotros no somos más que una mirada. No podemos, bajo ningún concepto, inmiscuirnos» (p. 189).

         Y por otro, también como todo lector, tenemos acceso a información y a ángulos de vista inaccesibles para los personajes: «Convertidos en un punto de vista único y puro nos encontramos en las alturas, sobre la ciudad» (p. 244).

         Además, esta primera persona del plural nos pone en una situación de igualdad con el narrador: somos distintos y claramente distinguibles, pero compartimos con él las mismas certezas e incertidumbres: «No nos da ninguna clave para juzgar (...). De momento, no tenemos más remedio que aplazar nuestro juicio al respecto y aceptar la situación tal como nos viene dada» (p. 68). Por otra parte, nos introduce de lleno en el vouyerismo. Como el narrador, nosotros también somos testigos y espías de lo que ocurre en el mismo momento en que ocurre: «Nuestras miradas confluyen en ella, la observamos. O quizá sería más acertado decir que la espiamos» (p. 35, subrayado del autor) o «Somos unos intrusos, anónimos e invisibles» (p. 38).

         En ninguna otra novela vi que se representara tan bien y tan explícitamente el papel del lector. Todo el tiempo, a cada momento, el narrador nos recuerda que estamos ahí espiando, viendo desde afuera, aunque también, y por esto mismo, sintiéndonos bien adentro. Al ponernos forzosamente en el lugar que realmente ocupamos, Murakami nos permite participar, en serio, de la historia.


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Sobre el autor:
Haruki Murakami nació en Kioto en 1949. Estudió literatura en la Universidad de Waseda y regentó durante varios años un club de jazz. Se desempeñó también como profesor universitario y tradujo al japonés a autores como Fitzgerald, John Irving o Salinger. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri y el Franz Kafka. Entre sus obras se encuentran: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; Sputnik, mi amor; Tokio blues. Norwegian Wood y Kafka en la orilla, entre otras.


–Murakami, Haruki. After Dark. Buenos Aires, Tusquets Editores, 2008.

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