
La novela no convence. Lo digo así, sin más dilaciones. El
exceso de demandas (quema este libro, quema este libro, ¡quema este libro!) y
de advertencias (morirás, morirás, ¡morirás!) aburren y no logran generar un
clima de verdadera tensión. De hecho, las amenazas de Jakabok son más graciosas
que temibles. Mientras más macabro y cruel intenta ser, más risible se vuelve. El
verdadero problema es que Barker no logra entablar el pacto con el lector, tan
necesario en este tipo de relatos en los que se invita a aceptar una realidad
que, sabemos, no es tal (un ejemplo podría ser que el infierno, o los
infiernos, se encuentran literalmente bajo tierra). Jakabok Botch no es creíble;
no es creíble su forma de actuar ni, mucho menos, su forma de hablar (“Vamos,
no me obligues a explicártelo con detalle, amigo”, p. 112).
Con respecto a la atmosfera macabra antes mencionada, vemos
cómo los intentos del narrador Botch (y del autor Barker) por repugnar al
lector se ven constantemente frustrados. Hay una oscilación permanente entre lo
macabro y lo grotesco, que inclina la balanza hacia un macabro forzado y
artificial. Como ejemplo podríamos mencionar el extracto del siguiente diálogo
entre Jakabok y su compañero Quitoon: después de que Jakabok se robó treinta y
un bebés para hacerse un baño de sangre, se sorprende de que los padres de esos
nenes lo hayan encontrado.
“–¿Cómo
han averiguado dónde estamos?
”–Había un agujero en uno de tus
sacos. Has dejado un reguero de niños llorando desde la ciudad hasta el bosque.”
(p. 129)
Como se ve, una escena ridícula y para nada creíble.
Por último, quisiera detenerme en otro aspecto de la novela
que me decepcionó. Dado que se trata de una narración en primera persona que
apela de manera directa al lector, por necesidad tiene que hacer una
construcción de éste. Y la construcción que hace peca de las mismas faltas ya
mencionadas en relación con la historia: artificialidad e inverosimilitud. La figura
del lector que se construye es muy específica y, por eso, el verdadero lector
va a encontrar múltiples razones para no identificarse con la imagen que le
devuelve el texto.
En fin, esperaba más de un autor que en el pasado había
logrado seducirme. Aunque, después de todo, hay que reconocer que a medida que
se avanza con la lectura uno se va convenciendo de la conveniencia de hacerle
caso al demonio y quemar el libro, reduciendo su contenido a cenizas. Si, a
pesar de ese deseo vehemente, el lector decide continuar, el final le reserva
una nueva desilusión que, para no develar datos significativos de la historia,
prefiero callar.

- Barker, Clive, Demonio de libro, Madrid, La factoría de
ideas, 2011.
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