A mi abuela Chana.
Ya está abuela, ya se terminaron los miedos.
«Creer o reventar» es una conocida frase que suele ser
pronunciada por personas que, en tiempos y circunstancias normales, no creen en
hechos paranormales. La persona que sí cree en ellos no suele plantearse esta
disyuntiva. En cambio, aquel que niega estas cosas siente que lo que se
presenta ante su experiencia se opone a todo su sistema de certezas, lo que lo
lleva a sentirse desgarrado, viendo cómo su mundo, lo que él consideraba
posible, se infla, se extiende, crece hasta, justamente, reventar. Por eso decide
creer, aunque sólo lo hará como excepción. Su tendencia empirista apenas se verá
sacudida, ya que seguirá siendo el mismo incrédulo de siempre, con la
diferencia de que ya no meterá todo en la misma bolsa. «Hay una excepción»,
dirá, y después de relatarla con lujo de detalles agregará: «creer o reventar».
Esta es la historia de uno de esos sucesos. Ocurrió cuando falleció mi abuela,
en diciembre del año pasado. Por eso, esta crónica está dedicada a ella.
Mi tío fue el que dijo esa frase, cuando visitó a mis viejos, a las pocas horas de que mi abuela
falleciera. Se la dijo a mi papá después de contarle toda la historia. Más
tarde, mi papá me la contó a mí (en su caso se ahorró la frase, ya que él, a
diferencia de su hermano mayor, cree en
todas esas cosas). Pero antes de
empezar con la parte sobrenatural de esta historia, me gustaría, a modo de
homenaje y, por qué no, de elegía, hablar un poco de mi abuela, Gloria
Fernández, conocida por todos como Chana.
Mi abuela fue siempre una persona difícil, de carácter
fuerte y demandante. Viuda cuando apenas transitaba los cincuenta años, pasó el
resto de su vida girando alrededor de las vidas y las familias de sus dos hijos
como un satélite que no se decidiera (o no quisiera decidirse) por un planeta
en particular. Así pasó la segunda mitad de su vida, viviendo con un hijo, después
con una hermana, más tarde con otra hermana, y al final, cuando la luz ya se
estaba apagando y no quedaba mucho de ella, turnándose con sus dos hijos, una
semana con uno y una semana con otro. Lo que más recuerdo de ella,
lamentablemente, son sus miedos. Ya ciega y con sus noventa y pico de años
encima (ella solía mentir con respecto a su edad y nosotros, por deferencia, la
dejábamos), vivía con pánico a que le pasara algo. Nunca sabía especificar a
qué le temía exactamente, pero a la noche dormía con una linterna entre sus
manos (herramienta que, para una persona ciega, no es de mucho provecho) y a lo
largo del día solía sufrir crisis en las que afirmaba que no podía respirar, o
que la sangre no le llegaba al cerebro, o que se mareaba, o que, o que, o que…
Yo me inclino a pensar que le temía a la muerte y, viéndola cerca, se aferraba
como podía a la vida. Por eso, la historia de cómo dejó este mundo, más que
impresionarme o sorprenderme, me consoló.
No quiero extenderme mucho, sólo decir que sus crisis
empeoraron y, por esto, mi papá y mi tío se vieron obligados a llevarla a un geriátrico,
en donde personal capacitado la atendería en todo momento. Lejos de mejorar, mi
abuela empeoró y en cuestión de días estuvo internada, casi no reconociendo a
nadie y llamando constantemente a su padre. Como suele pasar con los viejitos
de noventa y pico de años, mi abuela falleció sin heroísmo en la cama de un
hospital, con una bolsita de suero invadiéndole una de sus venas y, por
fortuna, con sus dos hijos acompañándola.
Pero la historia toma un giro inesperado cuando mi tío vuelve
a la habitación para asegurarse de que no hubiese quedado nada olvidado.
Entonces se le acercó una señora que, casi invisiblemente, había compartido la
habitación con mi abuela durante el poco tiempo que ella había estado ahí.
–Usted es el hijo de Gloria, ¿no? –le dijo la mujer, que
aguardaba a que su hijo terminara de firmar los papeles que le permitirían
salir y volver a su casa.
Mi tío asintió, esperando el pésame.
–Quería contarle algo –siguió la mujer–, ya se lo conté a mi
hijo, pero él no me cree. Espero que usted sí. Cuando su madre ingresó a la
habitación, yo ya estaba acá. Estaba mal, sabe. Se me había cerrado el pecho y
no podía respirar. Los días pasaban y yo no mejoraba, para nada. Me imagino que
los doctores ya estaban considerando la necesidad de un transplante, pero sé
que esas cosas son difíciles… Más para alguien de mi edad. En fin… Lo que
quiero decirle es que cuando su madre entró y los enfermeros la dejaron en la
cama, un montón de ángeles la rodearon. Yo podía verlos… Era como si atendieran
a su madre. La habitación se llenó de luz. Claro, usted podría pensar que estoy
loca. Supongo que mi hijo lo piensa, pero no es así. Uno de los ángeles se me
acercó y me tocó. Me puso la mano acá –la mujer se llevó la mano al pecho–.
Después volvió con los otros y se fueron. Desde ese momento, yo empecé a
mejorar. Sé que es difícil creer en estas cosas, pero la prueba es que hoy me
dieron de alta, cuando una semana atrás parecía imposible.
La mujer hizo una pausa, después siguió:
–Su madre se fue bien acompañada. Quería que supiera eso.
Palabras más, palabras menos, esta es la historia que mi tío
le contó a mi papá, apenas unas horas después de la muerte de mi abuela. Si es verosímil
o no, dependerá de lo que crea cada uno. Mi tío no suele creer en estas cosas,
por eso, una vez que terminó de narrar lo que la mujer le había contado,
agregó:
Creer o reventar.
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