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29 de junio de 2017

CONVERSACIÓN CON EDUARDO



            No me gusta hablar con desconocidos. Por eso, la primera sensación que tuve cuando el señor se me acercó fue de desagrado. Estábamos en el café Havanna de Santa Rosa y Muñiz, en el límite entre Castelar e Ituzaingó. Yo acababa de concluir la jornada de perfeccionamiento docente en el colegio Alberdi y tomaba algo antes de ir a buscar a mis hijos a la casa de mis suegros; él, según me dijo, era habitué del lugar. Primero me felicitó por mi lectura, señalando el ejemplar de El Ser y el Tiempo de Heidegger, editado por Fondo de Cultura Económica, que descansaba sobre la ínfima mesa circular, después me preguntó si se podía sentar. No supe decirle que no, así que asentí.

            Según sus propias palabras, se llamaba Eduardo, tenía «setenta y tantos» años y era «un hombre de Letras». Por mi parte, podría agregar que aparentaba la edad aproximada que decía tener, en especial por su calvicie y por el escaso pelo blanco que se extendía a ambos lados de su cabeza. Me preguntó a qué me dedicaba y, con cierto recelo, le dije lo que le suelo decir a todos: que trabajaba de profesor, pero que era escritor. «Tengo un sobrino que quiere ser escritor –dijo, con una mueca que intentaba ser una sonrisa–. Quiere… Como si hiciera falta algo más».

            Hablamos cerca de cuarenta minutos. No todo lo que dijimos merece el reconocimiento de la letra escrita (de seguro nada de lo que yo dije lo merece), pero no puedo dejar de transcribir, más o menos como las recuerdo, ciertas palabras de Eduardo:

            –Es fácil saber que estamos en el final de los tiempos –dijo, dándole un breve sorbo al café que había pedido para su «nueva» mesa–. Ahora, la gente ya no vive, simplemente está viva, aguantando a base de clonazepam y de redes sociales. Antes no era así. Dante, Shakespeare, Cervantes… Vivían. No tenían vidas, ¡las hacían! Perseguidos, encarcelados, ocultos detrás de máscaras… Piense en Larra. ¡Pegarse un tiro a los 27 años, resolviendo de manera definitiva la cuestión hamletiana! ¿Qué hacen ahora los escritores? Si tienen suerte, viven en sus mansiones, rodeados de lujos, escribiendo historias para el olvido y dando conferencias para cholulos; y si no les va bien, si no tienen suerte, dan clases a un montón de adolescentes que no saben leer, a los que ni siquiera les interesa hacerlo. (Estuve a punto de decirle que ésa era mi situación, pero opté por no interrumpirlo.) Alguno que otro, entre los que tienen suerte y los que no, dicta un taller en el que pretende enseñar lo que sabe que no se puede transmitir. ¡Todo un circo! ¡No son más que un montón de nenes que buscan aprobación con libros malos, con historias que no valen la pena! A nadie le importa ser escritor, sino sentirse uno, verse como uno. ¿Qué se puede esperar de esta era donde todos se sacan fotos, fingiendo felicidad donde sólo hay miedo, depresión, evasión, envidia…? Es más fácil construir una mentira por internet que cambiar de vida en la Tierra.

            Tomó un nuevo sorbo de su café y miró por la ventana. Movía nerviosamente su pierna, como si tocara el tambor de una batería.

            –Pero no les pasa sólo a los escritores –siguió–. Ya nadie se hace adulto. Ahora son todos estúpidos, idiotas, todo el día con el celular en la mano, con demasiado miedo para mirar a la vida de frente. Tal vez Nietzsche fue el último hombre en mirar al abismo. Podemos discutir si hizo bien en hacerlo, si le hizo bien hacerlo… ¡Pero lo hizo! Hoy el hombre huye del abismo, y prefiere la cómoda muerte de una vida mediocre… De alguna manera, las personas se convencieron de que vivir es distraerse.

            Un nuevo sorbo. La vista iba y venía de la ventana que daba a la calle Muñiz a mis ojos. Una y otra vez. Su pierna seguía moviéndose al compás de un ritmo mudo.

            –Perdone mi entusiasmo, pero me indigna. Cuando lo vi leyendo a Heidegger no pude más que acercarme. Ya no veo a muchos jóvenes leyendo, mucho menos libros como ése. Vivimos tiempos difíciles. Tristes. Ya ni siquiera la idea de Dios sirve para algo. ¿Usted cree en Dios?

–Soy católico –le respondí.

Asintió.

Yo no. No creo en Dios, pero respeto a aquél que se arrodilla frente a su idea de la eternidad. Es mejor que arrodillarse frente a la pantalla de la computadora, que es lo que más o menos hacen todos. ¿Y para qué? Nunca el hombre vivió tanto, con tanta seguridad, como en la actualidad, y sin embargo nunca lo hizo con tanto miedo… ¿Usted tiene miedo?

            –Mucho.

            –Entonces no va a hacer nada que valga la pena… Replantéese sus creencias. Un Dios que no le sirve para perder el miedo es un Dios que no sirve para mucho. ¿Cuántos años tiene?

            –35.

            Negó con la cabeza.

            –No tiene por qué temer. No debería hacerlo. Con 35 años ya puede morir en paz. Hasta su Dios vivió menos que eso…

            En ese momento, nos interrumpió la camarera, preguntándonos si queríamos algo más. Dijimos que no. Ya se me había hecho tarde para ir a buscar a mis hijos y Eduardo, con tono enigmático, afirmó que tenía que hacer.


            –Deje, amigo –fue lo último que me dijo–. Yo invito.



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