Después de pronunciar sus palabras, el ángel Gabriel tuvo que esperar la respuesta de la mujer llamada María. Dicen algunos que, en su obediencia, Gabriel no discutió la orden recibida, pero que reconoció para sí que no la entendía. En esa humilde vivienda, él no había hecho ninguna pregunta, sólo había informado a la mujer de lo que pasaría. Entonces, ¿por qué tenía que quedarse ahí hasta que la joven virgen hablara?
Esperó. Un temblor lo atravesó, una sensación tan intensa como nueva. Mientras miraba a la joven que, sumisa, había desviado la mirada de su ser y la dirigía, ahora, hacia el suelo, él, el mensajero del Señor, temió. Intuyó que todo dependía de las palabras que surgieran de esa simple mortal, casi una niña. Percibió que todo el Reino, al que en breve volvería, estaba tan expectante como él lo estaba ahí, en ese otro mundo, pasajero pero no por eso insignificante. Por un momento, el ángel supo lo que un hombre sentiría ante la expectativa de la muerte.
María volvió a dirigirle la mirada y, con los ojos anegados en lágrimas, habló:
"Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho".
El temblor desapareció. La tensión se desvaneció con la misma violencia silenciosa con la que había aparecido. Gabriel experimentó el impulso de postrarse, pero no podía. No debía. Eso no era parte de su misión.
Se alejó, dejando a la mujer en su casa. Antes de abandonar completamente el plano de los hombres, se volvió para mirar por última vez a la joven, a la virgen. Ahí estaba, con su vista orientada nuevamente hacia el suelo. Con sus brazos rodeaba su vientre, consciente de que el milagro ya se había efectuado. Gabriel sintió que nunca, en toda la historia del pueblo de su Señor, había existido una mujer así. Supo que nunca, tampoco, volvería a existir.
"Ella es María", pensó, y se fue...
Dicen algunos que, después de la Anunciación, el ángel Gabriel no volvió a ser el mismo.
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