El 24 de junio de 1911 nació, en Rojas (Buenos Aires), Ernesto Sabato, un escritor tan amado como odiado, tan reconocido como marginado, tan recordado como voluntariamente olvidado. A fuerza de ser honesto, no me extraña. Siempre fue un escritor incómodo, que se animó a hablar cuando otros, cínicamente correctos, callaban. Decía la verdad, o al menos lo que él creía que era la verdad, lo que no es poco. En un mundo donde la verdad se mide cara a cara con el interés (y no siempre sale ganando, además), decir lo que uno realmente cree es mucho, tal vez demasiado. Se lo podrá acusar de haber estado equivocado (acusación que, de cualquier manera, me gustaría ver argumentada), pero no de haber mentido ni de haber sido un interesado.
Nadie puede negar que
Sabato fue un hombre capaz de dejarlo todo por un ideal no exento de ética,
como lo demostró al abandonar la ciencia para dedicarse a la literatura.
También vio, con décadas de anticipación, la deshumanización que hoy padecemos
y que muchos, absurdamente, consideran un progreso. Fue, sin lugar a dudas, un
profeta, que alzó la voz en numerosos ensayos y en tres grandes novelas.
Si la historia no es
una vil servidora de poderes antojadizos, le dará un lugar entre los más
destacados.
Hoy, la Argentina
necesita intelectuales como él.
Hoy, no puedo dejar de
preguntarme qué diría de lo que ya dijo y nosotros no escuchamos.
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