(Sobre un discurso de Axel Kicillof)
En un acto
escolar, Axel Kicillof dijo unas palabras frente a un grupo de alumnos de
primaria y los instó a «no hacer caso» y a «hablar como quieran». En teoría, el
gobernador de la provincia de Buenos Aires les estaba respondiendo a Horacio
Rodríguez Larreta y a su ministra de Educación de la Ciudad, Soledad Acuña,
después de su célebre «prohibición». Sin embargo, es interesante señalar que
Kicillof no menciona en ningún momento a sus rivales políticos, como tampoco
aclara cuál sería el objeto de la rebeldía (en este caso el lenguaje inclusivo),
por lo que habría que creer que los chicos bonaerenses de aproximadamente 9
años (conocedores de las pugnas de la política nacional y enterados de lo que
ocurre en materia educativa del otro lado de la General Paz) pudieron reponer
aquellos referentes que el señor del escenario prefirió omitir. Algo que,
sarcasmo aparte, me cuesta creer.
Lejos entonces de toda alusión concreta, el gobernador
apeló a las concepciones axiológicas de cada chico: «hacer lo que uno piensa que está bueno para los demás significa muchas veces no hacer caso».
Pero, uno podría preguntarse, ¿quién es «uno»?, ¿lo que está bueno para uno siempre está bueno para todos?,
¿y quién es el otro, «los demás»? No hace falta estar más de diez minutos
dentro de un aula para notar que, para los chicos y adolescentes (para los
adultos también, pero ese no es el tema de este artículo), lo que está bueno
para un compañero no necesariamente tiene que ser lo correcto. Un chico puede
considerar que no está bueno para su amigo que lo amonesten después de haber
cometido una falta, o que le pongan un 1 por no haber estudiado o, incluso, que
le quiten la hoja en un examen tras haber sido descubierto copiándose. En esos
casos, ¿está justificada la rebeldía? ¿Se puede no hacer caso al docente? Según
el mensaje de Kicillof, sí.
Veamos ahora otro fragmento del discurso. Después de reivindicar
la idea de «rebelarse», Kicillof agrega que «acá, en la Provincia, también
rebelarse es hablar como uno quiere, como una quiere». Para mitigar un poco
semejante barbaridad, el gobernador aclara que no hay que decir «palabrotas» ni
«guarangadas». De cualquier forma, para un profesor de Prácticas del lenguaje, la cuestión se vuelve compleja. ¿Con qué objetivo
enseñamos Lengua?, ¿con qué autoridad
señalamos los errores de ortografía?, ¿por qué podemos (y debemos) corregir *conbivencia,
siguiendo la regla que registra que después de /n/ va /v/, pero no podemos
corregir la interposición de una /x/ entre dos consonantes? Además, dado que
Kicillof no aclaró que estaba hablando del lenguaje inclusivo, ¿qué decirle a
un alumno que nos argumenta, en términos generales, que ellos pueden «hablar
como quieran»?
En resumidas cuentas, un nuevo golpe a la educación y
a la autoridad del docente. Cuando un alumno pregunte «¿de qué sirve hablar y
escribir bien?», la triste y resignada respuesta de unos será, y con toda razón,
«de nada», mientras que no faltarán otros que nieguen que exista tal cosa.
Por mi parte, me pregunto: ¿cuándo se dejará de
enseñar, por obsoleta o estigmatizante, la materia que, aunque con diferentes
nombres, todos conocemos como Lengua?
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