Se armó un lío bárbaro con esto de que el gobierno porteño decidió “regular” (o “prohibir”) el “lenguaje inclusivo” entre las autoridades y los docentes de las escuelas. Por mi parte, y con honestidad, no me parece que nadie gane o pierda con esta medida. Desde el momento en que el Estado tenga que intervenir para que directivos y docentes hablen bien, la guerra está perdida, sin importar cómo se vayan dando las batallas. Ahora bien, algo que me llama la atención es por qué la gente sigue llamando al “lenguaje inclusivo” de esa manera, cuando en realidad es todo lo contrario. El así llamado “lenguaje inclusivo” es esencialmente discriminatorio.
A ver, vamos por partes. Ser “inclusivo” supone incluir a todos, indicando que las semejanzas son más relevantes que las diferencias. Por el contrario, “excluir” es sinónimo de separar y, por ende, de discriminar, y tiene que ver con segregar a las personas a partir de sus diferencias. Doy un ejemplo fácil de entender. Si yo llego al colegio y les digo a mis alumnos: los que tienen el pelo rubio van al aula 2001, los que tienen el pelo morocho van a la 2002 y los que tienen otros tonos van a la 2003, estoy separando (es decir, discriminando). Si, por el contrario, les digo a todos que vayan al aula 2001, sin importar el color de su pelo, no estoy haciendo diferencias y los estoy incluyendo dentro del mismo grupo. Bueno, básicamente esto es lo que hace la lengua española. Incluye a todas las personas dentro del masculino genérico porque supone que, en tanto seres humanos, la igualdad supera las diferencias y, en consecuencia, no se requiere de ninguna distinción al momento de la apelación de un grupo. Si el colegio se incendia, basta que diga “TODOS afuera” para que todos estén incluidos.
Por el contrario, el “lenguaje inclusivo” plantea, en su esencia, que las diferencias son mucho más importantes que las semejanzas. Por eso, las personas, según su género de identidad sexual, no pueden compartir el mismo género gramatical. Según esta lógica, si ante el incendio digo “TODOS afuera”, sólo se salvarán los hombres, ya que ni las mujeres ni los no binarios saldrán del aula, muriendo irremisiblemente. Para poder salvarles la vida a todos, tendría que aclarar “TODOS, TODAS y TODES afuera”[1]. Como se ve, la que se impone en este caso es la diferencia y la exclusión.
Finalmente, la cuestión no es tan difícil de entender si analizamos lo que verdaderamente se propone el así llamado “lenguaje inclusivo”. Su fin no es la inclusión, porque la lengua española es ya una lengua inclusiva. Lo que busca, en todo caso, es la visibilización de las distintas identidades de género. Y por eso, justamente, no puede ser inclusivo, porque para visibilizar las diferencias debe, por fuerza, hacer hincapié en ellas y, por ende, discriminar (en el sentido de “separar”). En la inclusión, cuando es real, las diferencias se suavizan, que es justamente lo que se pretende evitar. Tendrían, para ser consecuentes con su argumentación, llamar al “lenguaje inclusivo” de otra manera. No sé, tal vez “lenguaje visibilizante”, palabra que no figura en los diccionarios, aunque no creo que eso suponga un problema para aquellos que creen que hablar mal es un acto de justicia.
En fin, así estamos, llamando “inclusivo” a aquello que excluye, y afirmando que en la segregación de las diferencias está la justicia de la inclusión.
[1] Las variantes tipográficas con “x”
o “@”, por impronunciables, no pueden tomarse en cuenta, y la “e” como genérica
encuentra resistencia entre algunos no binarios, que creen ser despojados de su
identidad al tener que compartir la letra que los identifica.
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