Desde hace más de dos décadas que no hago mucho más que leer. Teniendo en cuenta esto, podría suponerse que, cuando alguien me pide que le recomiende un libro, estaría dispuesto a explayarme durante decenas de minutos, incluso horas. Y no es así. Todo lo contrario. Cuando alguien recurre a mí para orientarse sobre qué leer, me quedo abrumado, como si me preguntaran sobre la teoría de la energía oscura. Finalmente, termino cayendo en los lugares comunes, recomendando libros que todo el mundo conoce y que nadie necesita que le recomienden.
Varias veces me pregunté, no sin angustia, por qué me pasaba eso, por qué me costaba tanto recomendar un libro, cuando se suponía que eso era “mi especialidad”.
En un primer momento, supuse que se trataba de simple inseguridad ante el gusto ajeno. De alguna manera, reconozco que, en general, lo que me gusta e interesa no suele coincidir con lo que le gusta e interesa a la mayoría de las personas que me rodean, algo que podría extenderse a los libros… Un absurdo. Si realmente pensara (o sintiera) algo así, no me molestaría en escribir reseñas y críticas, cosa que hago con cierta regularidad. Entonces, ¿por qué no puedo recomendar libros con soltura, convicción y seguridad? ¿Por qué ante cada interpelación me comporto como un semianalfabeto? ¿Por qué no surgen en mi mente, de manera espontánea, todos los libros que cambiaron mi vida?
Y, por fin, caí…
Sí, caí.
Me di cuenta.
Me di cuenta de que ningún libro me
cambió la vida. Ni los mejores, ni los peores. Ninguno. Por eso, cuando alguien
me pregunta qué libro le recomiendo, me pierdo en un montón de títulos. Por eso
la inseguridad y la turbación, porque sé cuál es la respuesta (íntimamente lo
sé), aunque hasta hoy nunca la haya dicho. La respuesta es breve, consta de una
sola palabra. La respuesta es: cualquiera.
La cuestión es, en definitiva, bastante sencilla. No fueron los libros los que cambiaron mi vida, fue la lectura. Hubo libros que me marcaron, otros pasaron delante de mí sin dejar siquiera una huella, pocos me fascinaron, y menos todavía fueron los que, por malos, me indignaron. Pero eso no importa. Los libros fueron los que fueron, pero podrían haber sido otros. Ellos, en todo caso, se materializaron como instancias concretas que me permitieron sumergirme en la lectura como práctica, de la misma manera que, cuando damos un paseo, nos enamoramos del camino y no de los pasos que nos permiten recorrerlo. Los libros son esos pasos que nos mantienen en la lectura. Y no importa lo malos que sean o lo incómodos que se vuelvan, porque de lo que estamos enamorados es del camino. Y seguiremos caminando.
Ahora bien, se me podría argumentar que, si los libros no hubiesen sido buenos, yo no hubiera persistido en la lectura. La verdad es que no lo sé. Tal vez no, aunque me inclino a pensar que sí. Después de todo, la mayoría de los libros que leemos nunca son tan buenos. Sólo unos pocos lo son. Además, creer que el amor a la lectura sólo se sostiene con libros buenos es como creer que el amor en una pareja sólo se mantiene a base de días buenos. Esto no es así, o al menos no debería serlo. Los libros malos no podrán nunca desenamorarnos de la lectura. En todo caso, motivarán nuevas búsquedas; algo que se hace, obviamente, leyendo.
Así que, queridos amigos, cuando me pregunten qué libro les recomiendo, ya saben mi respuesta: cualquiera.
Lean cualquiera, pero lean y no dejen de leer.
Los va a enamorar, de verdad.
Y de eso no se vuelve.
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