El suceso que contaré a continuación no es ficticio, por eso lo incluyo en la sección de «Aguafuertes». En el área de la ficción estamos acostumbrados a oír historias de fantasmas, de extraterrestres, de hombres lobo o, incluso, de seres mitológicos como los duendes o los unicornios. Algunos hasta llegan a creerlas. Otros, más escépticos, tienen siempre presente que se trata de ficción, aunque eso no los excluye de la posibilidad de asustarse o de conmoverse. De cualquier manera, si uno para un poco la oreja, podrá darse cuenta de que la vida real (entiéndase, aunque precariamente, lo que no entra en la ficción, sino en la concreta cotidianeidad) está llena de historias como ésas, historias que no pueden explicarse satisfactoriamente mediante la razón y que nos colocan frente a sucesos que muchas veces superan cualquier trama cinematográfica o literaria. En esta crónica, que espero sea la primera de una serie de muchas, contaré una historia que le ocurrió a dos personas allegadas a mí, que por cuestiones de discreción reduciré sus nombres a sus letras iniciales. El muchacho será C., un joven de 29 años, atlético y absolutamente escéptico (no por convicción, sino por desinterés), y la muchacha será F., de 30 años, algo petisa y de curvas bien marcadas, con una extrema sensibilidad perceptiva. Confío en sus palabras, en especial en las de C., a quien todavía sigo viendo. La historia, entonces, es ésta:.
.
En aquel entonces, C. y F. estaban de novios. Hacía ya tres años que se habían conocido y su relación era estable. Aún no vivían juntos, pero los fines de semana C. solía quedarse a dormir en la casa que F. compartía con su abuela. Fue en una de esas estadías que ocurrió lo que ahora voy a narrarles, aunque antes permítanme contextualizar un poco.
F. ya nos había contado en varias reuniones que ella tenía el don de ver fantasmas. Los llamaba así, «fantasmas». No recordaba la primera vez que había visto uno, ya que en realidad, en un principio, no podía diferenciar entre una persona viva o muerta. De hecho, todavía le costaba diferenciarlos. Pero se hizo consciente de su don, siendo niña, cuando vio a un vecino que había muerto días antes. Entonces, después de «enterarse» de su capacidad, ésta se profundizó más. Comenzó a ver fantasmas en todos lados, en su casa, en la casa de sus amigos, incluso en la mía. Lo primero que solía sentir era miedo, un miedo que nunca lograba superar del todo, pero que intentaba combatir por medio de la indiferencia. Ignorando a los fantasmas, a veces con más o menos fortuna, esperaba que se fueran sin hacerle nada.
C. solía burlarse de F. Decía que tenía mucha imaginación y que a veces creía que un gato o una cucaracha eran espíritus del más allá. De cualquier manera, era el único que se burlaba de ella (supongo que se trataba de las prerrogativas de dormir con la vidente), ya que el resto de nosotros intentábamos no incomodarla. Uno nunca sabe cómo reaccionar ante personas con esas capacidades. No sabemos si debemos mostrar interés o hacer como si no fuera extraño lo que se nos cuenta. El esfuerzo por no ser grosero muchas veces deja a las personas mudas e inmóviles.
Al poco tiempo, de esto hará unos dos años, C. no volvió a burlarse de nada ni de nadie, ya que él mismo fue testigo de una de las experiencias de F.
Como de costumbre, se había quedado a dormir en la casa de F. y, a eso de las diez de la noche, ella le pidió que la acompañara a descolgar la ropa del patio. El patio en cuestión era un enorme jardín de casi media cuadra de profundidad, que en el centro poseía un pequeño paredón con varios maceteros alineados en él. Se trataba de maceteros con plantas, que pesaban lo suficiente como para permanecer incólumes ante la peor de las tormentas.
Salieron y comenzaron a descolgar la ropa del tendedero. De pronto, F. pegó un grito. Casi al instante, uno de los enormes maceteros cayó al piso, quebrándose en varias partes. C. miró enseguida hacia el paredón (según él en busca de un ladrón), pero no vio absolutamente nada. No había personas, ni gatos, ni mucho menos el viento suficiente como para derribar semejante objeto de cerámica. Sólo estaba la pared, el macetero tirado a los pies de ella y el resto de los otros maceteros alineados en su superficie, intactos. Entonces C. consideró esa posibilidad y no pudo más que preguntar: «¿Viste algo?». F. pensó en no decir nada, estaba muy asustada como para recibir burlas, pero algo en el rostro de su novio le dijo que esa vez sería diferente, que, lejos de burlarse, C. la comprendería. Y se lo contó: había visto a una mujer vestida de blanco, con algo parecido a un camisón, que estaba sentada en el pequeño paredón. Cuando ella pegó el grito, la mujer se puso de pie de un salto y se fue, tirando la maceta con su movimiento.
Cuando C. me lo contó se notaba su consternación. «No creas que por eso creo –me dijo en aquel entonces–, pero la verdad es que me asusté bastante. No sé, prefiero no sacar conclusiones».
Desde entonces, y cada vez que F. contaba alguna de sus experiencias paranormales, C. sonreía con expresión ambigua. No le daba la razón a su novia, ni siquiera la apoyaba, pero eso sí, jamás se volvió a burlar de ella.
- También te puede interesar:
.
Me gustan estas historias! puedo dar mi aporte cuando gustes
ResponderEliminar