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19 de abril de 2014

EN EL AULA






            Estoy en el colegio, en el aula mejor dicho, sentado en el pupitre del profesor. Es bastante más grande que los que pertenecen a los alumnos, pero de cualquier manera está a años luz de aquellos que servían de estrado a los profesores de antes, en el siglo XIX (creo que colegios de gran tradición y trayectoria como el Nacional Buenos Aires o el Pellegrini los siguen teniendo, pero en realidad no lo sé). Bueno, como decía, estoy sentado en el pupitre del profesor, y no es extraño que lo esté, ya que yo soy el profesor, o lo era, no sé. Supongo que después de lo que pasó ya no lo voy a ser más.

Hoy es mi primer día como docente. Ésta, mi primera suplencia. De alguna forma lamento que las cosas hayan salido así. Al final, se podría decir que no duré ni un día. Es difícil que pueda volver a un aula después de cargar con una muerte, y menos cuando apenas tengo horas de antigüedad. Pero tampoco es tan terrible. Después de todo, nunca quise ser profesor. Siempre soñé con ser escritor (todavía sueño), y la docencia fue el atajo más seguro para llegar a fin de mes. Aunque, a decir verdad, me dijeron que ni siquiera eso es seguro. Vivimos en Argentina, un país que te obliga a trabajar de lo que no te gusta para igual tener que pedir prestado. Si el destino es una fuerza que se caga de risa en la cara de los mortales, entonces la Argentina es el lugar que elige para pasar sus inacabables vacaciones…

Pero me estoy yendo de tema y no tengo mucho tiempo. No voy a decir mi nombre, pero diré que vivo en Castelar y que soy profesor de Lengua y literatura (en realidad soy Licenciado en Letras por la UBA, pero no vale la pena que hable de eso). Ésta es mi primera clase. Y, de seguro, la última. Cargo con la muerte de un joven. No creo que, de querer (y créanme, no quiero), alguien me deje volver a poner un pie en un aula. Mejor así. En lo que a mí respecta, me hacen un favor.

Me dieron los segundos años. Chicos de entre doce y trece años. Me pareció bien para empezar, chicos chicos, sin muchas hormonas y, dentro de todo (o al menos eso creí), dóciles. Y la cosa empezó bien. ¡Mierda que empezó bien! Entré, saludé y empecé a dar lo que había preparado (una clase sobre las variedades lingüísticas, los lectos y los registros). Los chicos escuchaban y copiaban cuando yo les dictaba. Pero entonces me percaté (no es que no lo había visto antes, sólo que no había reparado en él) del banco vacío en medio del aula, un poco hacia la derecha. No me hubiese llamado la atención de no ser por que los chicos que lo rodeaban lo miraban de reojo y con desconfianza. Incluso se alejaban lo máximo posible de él, de modo que las otras filas estaban excesivamente juntas, casi amontonadas. Pregunté a qué se debía, y como las buenas historias no se hacen esperar, y mucho menos rogar, me contaron de qué se trataba.

Ese banco había pertenecido, hasta hacía dos meses (estamos en julio), a un compañero de ellos, que había muerto de cáncer de hueso. Así dijeron, incluso con cierto regocijo: “muerto”, no “fallecido”. Muerto. A veces me pregunto por qué las personas disfrutan de hablar de la muerte de los demás, como si al hacerlo se resguardaran de su propia muerte. Si no me equivoco hay un cuento de Silvina Ocampo que trata de eso, pero ahora no me acuerdo el nombre… Pero bueno, sigo yéndome por las ramas, y en cualquier momento caen todos y tengo que dejar de escribir. Incluso la sangre ya está llegando a donde estoy. Si no me muevo pronto, me va a manchar los zapatos.

La cuestión es que los pibes creen, y según dijeron los profesores también, que ese banco está algo así como maldito, y que si uno de ellos se sienta ahí se va a morir. Me pareció una abominación que creyeran en eso, que inventaran historias alrededor de una enfermedad como el cáncer, que es tan terrible y temible (mi papá falleció de un tumor cerebral que apenas le dio tiempo para despedirse de sus familiares y amigos). Les dije además que no me creía eso de que los profesores avalaran un comportamiento como ése. Entonces un pibe habló. Un pibe

–Posta, profe –dijo, con su brazo levantado–. Los otros profesores nunca nos hacen sentar en lo del pelado –al decir “pelado” hizo una pausa, que fue correspondida por algunas risitas–. Cuando nos cambian de lugar, siempre dejan libre el banco del pelado.

Una nueva pausa. Nuevas risitas.

El chico éste era muy flaco y morocho, con el pelo negro, corto, peinado hacia un costado. Apenas lo vi supe que se trataba de uno de esos “vivos”, que se la pasan intentando verse bien haciendo que los demás se vean mal. Todo curso tiene al menos uno, o eso me dijeron, y generalmente se sientan atrás de todo. Este pibe (no digo el nombre no porque quiera ocultarlo, sino porque nunca llegué a saberlo) no estaba atrás de todo, pero sí bastante atrás, en una de las filas de la izquierda.

En fin, quise dejar atrás el tema, primero porque me desviaba de las variedades lingüísticas, y segundo porque no me gusta hablar de cáncer. Y menos de nenes con cáncer. Tengo 32 años, con un padre fallecido por culpa de un tumor cerebral a los 57 años. Trato de pensar que el cáncer es privativo de los viejos (sé que no lo es, pero trato de pensarlo). Incluso, intento convencerme de que lo que le pasó a mi viejo fue una excepción. Pero pensar en un nene de doce años con cáncer de hueso es demasiado para mí. De sólo escribirlo se me pone la piel de gallina. Ni siquiera el charco de sangre que se acerca lentamente se compara con eso.

Seguí con la clase, dictando unos conceptos que después explicaba en el pizarrón. No necesité mucho para darme cuenta de que el pibe que había hablado antes era todo un tema. Prácticamente no me dejaba hilvanar dos oraciones juntas. Hablaba y hablaba, hacía chistes y tiraba papelitos. Y no dejaba su celular ni por un segundo. Lo reté y lo reté, pero él decía “perdón, profe”, asentía y ponía cara de compungido. Todo muy sobreactuado, lo que hacía que yo me enojara más y que sus compañeros se rieran y le festejaran su conducta. Unos diez minutos antes de terminar la clase, no me pude aguantar. No quería que la cosa terminara así. Dentro de un aula, y eso lo comprendí en seguida, todo se trata de ver quién la tiene más grande. Si la tienen los alumnos, el profesor puede darse por perdido. Pero si el docente se impone, entonces tiene posibilidades de llegar a fin de año. Eso es lo que al menos intuí con mi desproporcionadamente escasa experiencia. Supongo que no voy a llegar a confirmarlo.

Me propuse, entonces, darle una lección, y lo primero que se me ocurrió fue hacerle lo que los demás profesores no se animaban a hacer: le exigí que se cambiara de lugar… Al lugar vacío, claro. La cara que puso en ese momento no tenía nada de sobreactuado. Era verdadero terror. No me considero sádico, pero tengo que admitir que el hecho de verlo tan asustado me entusiasmó un poco, por lo que no di el brazo a torcer. Al principio se negó, pero yo insistí, grité y lo amenacé con ir a la dirección y llamar a sus padres. Finalmente flaqueó. Agarró sus cosas y con lentitud, como un condenado que se dirige a la silla eléctrica, se acercó al pupitre vacío. El silencio fue en ese momento, y por primera vez, absoluto. Todos lo miraban con esa mezcla de compasión y miedo que despiertan las personas con el destino marcado. Me pareció una exageración por parte de todos, pero al menos había demostrado quién llevaba los pantalones puestos. Cuando finalmente el pibe se sentó, vi que lloraba. Sus cachetes estaban atravesados por dos columnas húmedas, sus ojos estaban hinchados y de su nariz caían abundantes mocos líquidos.

Me sentí mal, ¿para qué mentir? No está bien hacer llorar a nadie, y menos a un pibe. Me propuse entonces intentar arreglar lo hecho, pero siempre después de la clase. Ya había perdido más tiempo del que me parecía aceptable. Seguí entonces, y en los minutos que quedaron, el pibe no dijo ni una sola palabra. Simplemente se miraba las manos, que tenía entrelazadas arriba del banco.

Tocó el timbre, dejé tarea y saludé con un fugaz “Hasta mañana”. Sólo pedí que se quedara el chico éste.

–Usted –dije, señalándolo, ya que no sabía su nombre–. Usted, quédese, que quiero que hablemos.

Los demás se fueron a sus casas, ya que era la última hora, mirando al compañero en la silla de la muerte como si no fueran a verlo de nuevo. Ahora que lo pienso, y con la sangre ya debajo de mis suelas, tenían razón. ¡Qué irónico es, a veces, el destino!

Una vez que el aula estuvo vacía, me le acerqué intentando adquirir una imagen conciliadora. Él ya no lloraba, pero se notaba que no estaba bien.

–No es para que se ponga mal –dije, con un asomo de amigable sonrisa–. Tiene que entender que si usted se porta así, yo no puedo dar la clase. ¿Entiende?

El pibe permaneció inmóvil, mirando sus manos.

–Escuche, le voy a ser honesto –continué–. Usted me parece una persona inteligente, a lo mejor la más inteligente de todo el curso –el chico levantó la vista (el viejo truco de adular, funciona especialmente bien con los adolescentes, y más si son idiotas)–. Lo digo en serio, y creo que nos vamos a poder llevar bien. Incluso, creo que hasta le puede llegar a gustar la materia, pero tiene que prometerme que me va a dejar dar clase, ¿sí?

El chico se mordió el labio inferior y asintió. Se la había creído, nomás.

–¿Sí? –volví a preguntar, sonriendo más abiertamente.

–Sí, profe –respondió, al tiempo que asentía.

–Y no se preocupe por la leyenda ésa del banco de la muerte. Este colegio tiene nocturna, y ese banco siempre está ocupado y, ¿sabe qué?, nadie ha muerto.

Le guiñé un ojo y él, por fin, sonrió.

Fue la última vez que lo hizo.

Cuando yo mismo levanté la vista, lo vi. Un pibe flaco, muy flaco, y pálido, sin pelo, con dos ojos tan hundidos y rodeados de ojeras violetas tan oscuras que parecía tener una calavera en vez de cara. Estaba parado, un poco inclinado hacia delante, en el rincón derecho del fondo del aula, con su uniforme puesto. Le quedaba enorme, pero no porque fuera grande, sino porque su cuerpo estaba tan consumido que la remera y el pantalón parecían bolsas.

Me miró.

Me hizo saber.

Cómo lo trataron.

Cómo lo hicieron sentir, a pesar de que todos sabían que iba a morir.

Le decían pelado.

Y él que había tenido unos rulos colorados tan lindos (el orgullo de sus dos abuelas).

Y lo hicieron llorar.

¡Cómo había llorado! ¡Tanto que a veces la idea de que iba a morir lo hacía sentirse reconfortado!

Y estaba ese pibe.

El gracioso.

El vivo.

Ése era el peor. El que le había inventado “pelado”. El que lo había hecho quedar mal delante de la chica que le gustaba, delante de todo el mundo.

Ése que estaba ahora sentado ahí, en su lugar.

Y entonces me di cuenta.

Me di cuenta de que la idea de que Dios no exista no es ni por asomo tan terrible como la de un Dios que existe y permite injusticias de ese tipo, que un chico como ése muriera en medio de atroces sufrimientos, mientras que otro como éste viviera.

Sentí ira y tristeza.

Pero más que nada ira.

–¿Ya me puedo ir? –dijo el pibe desde el asiento, y apenas me acuerdo de lo que pasó después. Sé que lo agarré de la nuca y empecé a golpearlo contra el pupitre repetidas veces. Incluso no paré cuando escuché los “cracks” (que no sabía si venían de la madera del banco o de los huesos de la cara del chico). Golpeé y golpeé hasta que no pude más. Hasta que quedé exhausto.

Entonces tiré al pibe hacia atrás y me senté en el banco de adelante, respirando en amplias bocanadas. Tenía todo el cuerpo transpirado y la camisa pegada a la espalda. Afuera, el movimiento en el colegio ya era nulo. Todos los alumnos habían salido y era cuestión de minutos para que el preceptor pasara a controlar el estado del aula.

Miré al chico con atención. Estaba apoyado en el respaldo del asiento, con la cara vuelta hacia arriba, como contemplando el techo. No parecía respirar, pero dudaba de que estuviera muerto. Después de unos minutos me convencí de que sí, ya que no hacía ni el menor ruido. Tenía toda la cara hecha un amasijo de carne. La sangre le caía a chorros por las mejillas y el mentón. La nariz prácticamente había desaparecido, hundida como estaba a la altura de los pómulos, que por otra parte no eran más que un montón de carne y hueso.

Le pegué entonces un vistazo al banco. Un charco de sangre apenas ocultaba tres o cuatro dientes clavados en la superficie de madera.

Volví a mirar hacia el rincón derecho del fondo del aula. El otro chico ya no estaba. Se había ido.

Decidí hacer algo antes de que alguien llegara. Entonces volví al pupitre del profesor y empecé a escribir. Delante de mí, está el chico que se creía vivo por joder con un muerto. Ahora, él también está muerto.

No sé si llamarlo justicia.


© Lucas Berruezo





8 de abril de 2014

JOYLAND, de Stephen King




«Con veintiún años, la vida es un mapa de carreteras. Es solo cuando cumples los veinticinco o así que empiezas a sospechar que has estado mirando el mapa al revés, y no es hasta que alcanzas los cuarenta que estás completamente seguro de haberlo hecho. Para cuando tienes sesenta, fíate de mí, uno está más perdido que la hostia.»
Stephen King, Joyland.

            Siempre se habla de Stephen King como del maestro de lo oscuro. No es una apreciación errónea, para nada, ya que sin duda lo es. Sin embargo, no es el único “título” que le quedaría bien. Como la vida misma, con su constante danza de luces y sombras, King logra no sólo estremecernos con lo tétrico de la existencia y sus posibilidades, sino que también nos emociona con lo luminoso, puro y diáfano que esa misma existencia, al menos de vez en cuando, encarna (principalmente cuando los monstruos se van a dormir, claro). Lo vimos innumerables veces: en la amistad de Garraty con McVries en La larga marcha, en esa cofradía infantil/juvenil del “club de los perdedores” en It, en el vínculo formado entre Bobby Garfield y Ted Brautigan en Corazones en la Atlántida, en la forma en que Jonesy y sus amigos reciben a Duddits en El cazador de sueños… Y la lista podría extenderse hasta límites poco tolerables para una reseña. Lo importante, en todo caso, es que esa combinación de lo peor y de lo mejor que puede presentarnos la vida la vemos ahora, una vez más, en Joyland.

            Joyland nos cuenta la historia de Devin Jones. O, mejor dicho, en Joyland Devin Jones, un veterano con sus sesenta primaveras cumplidas, nos cuenta su historia. La historia del verano más importante de su vida; aquél de 1973 en que, con veintiún años y mientras asimilaba el hecho de ser abandonado por su novia, decide viajar a otro Estado para trabajar en Joyland, un parque de atracciones de mediana importancia en donde escuchará hablar de Linda Gray (una chica degollada años atrás en La casa embrujada y cuyo fantasma, según dicen, permanece ahí) y del asesino de la feria (su ejecutor, todavía prófugo); el mismo verano en que pierde su virginidad, se convierte en héroe y conoce a Mike Ross, un chico en silla de ruedas con capacidades (extrasensoriales) distintas, que le cambiará la vida para siempre.

            Novela de iniciación, relato policial, historia de fantasmas, Joyland es un poco de todo eso. Presentando una trama en sí bastante simple, vemos a un narrador convincente y entrañable que, al hablar de su vida y de un verano en particular, nos habla de la vida y de las experiencias esenciales a todo ser humano: el amor, la amistad, la perversión, la locura, la enfermedad, la muerte…

            Lejos está aquí ese King monumental y de tramas complejas como las que disfrutamos en Insomnia, La historia de Lisey, La torre oscura o, incluso, la ya mencionada It. En este caso, nos encontramos con un King simple, pero no por eso menos King. En las trescientas páginas que conforman Joyland, se emocionarán de la misma manera que se horrorizarán; tratarán de aguantar el máximo tiempo posible leyendo, aunque eso suponga ir a trabajar sin dormir (yo lo he hecho, pero, créanme, no he sido el único, me consta). Dejarán, finalmente, el libro a un lado, pero sin que su mente se resigne a abandonarlo.

            Leer Joyland los dejará pensando. En pocas palabras, afectará sus vidas. Tal vez de manera ínfima, pero para un libro eso es, ya, demasiado.


***
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Sobre el autor: Stephen King nació en Maine (EE.UU.) en 1947. Estudió en la universidad de este Estado y después trabajó como profesor de literatura inglesa. Su primer éxito literario fue Carrie (1974), que, como muchas de sus novelas posteriores, fue adaptada al cine. Lleva escritas más de cuarenta novelas (entre las que se destacan Cementerio de animalesItThe Green MileUn saco de huesos y la saga La torre oscura, entre muchas otras) y doscientos relatos. En 2003 fue galardonado con el premio literario estadounidense de mayor prestigio, la medalla de The National Book Foundation for Distinguished Contribution to American Letters.



- King, Stephen. Joyland. Buenos Aires, Debolsillo, 2014.



1 de abril de 2014

THE WALKING DEAD: Terminó la cuarta temporada



SPOILER ALERT!!!!!
(Si no viste la cuarta temporada COMPLETA, entonces no leas este artículo)





Cuando los hombres se convierten en zombis


            Acaba de terminar la cuarta temporada de The Walking Dead y, después de records de audiencia y de un final que ha dejado conforme a millones de seguidores en todo el mundo (en EE.UU, sólo el domingo, la vieron 15,7 millones de personas), vale la pena compartir algunos comentarios.

            Cuando terminó la tercera temporada, me detuve en la naturaleza de los caminantes y en su relevancia en la historia[1]. Ahora, en cambio, quiero reflexionar un poco sobre la naturaleza e importancia de los mismos seres humanos y sobre su representación en este final que, a diferencia del de la temporada anterior (muy criticado y denostado por muchos de sus fans), dejó a los espectadores con un innegable deseo de más.

            Rick y sus amigos, divididos en varios grupos dispersos después de su huida de la prisión, llegan por fin a Terminus, un refugio abierto a todo aquel que pueda llegar hasta él. Al parecer, se trata de un lugar en el que la vida puede continuar, junto a personas tolerantes y bienintencionadas, donde no falta ni la comida ni las sonrisas. Por supuesto, si hay algo constante en las historias de zombis es que los refugios no existen y que la vida, salvo durante un breve periodo ilusorio, nunca mejora. Este caso no es la excepción. A minutos de llegar, Rick, Michone, Daryl y Carl notan que las cosas no son tan perfectas como aparentaban y, una vez más, tienen que enfrentarse al único ser que supera en peligrosidad al caminante: el hombre.

            Ahora bien, a partir de varios indicios se puede inferir que las personas que viven en Terminus son caníbales. Una cuestión aparentemente menor, pero que en realidad cristaliza una tendencia muy importante en esta serie, que viene presentándose desde la segunda temporada: los caminantes se están extendiendo mucho más de lo que puede verse a partir de su propia naturaleza muerta. Varias temporadas atrás fuimos testigos de cómo los humanos se convertían en zombis una vez muertos, sin importar que hubiesen sido mordidos o no. En otras palabras, estaban infectados. Ahora, podríamos ser testigos de un nuevo paso en esta dirección, ya que las personas (insisto, es una posibilidad todavía no confirmada) estarían reproduciendo el comportamiento básico de los zombis: comer carne humana. Si esto es así, las implicancias en el futuro de la historia serían más que relevantes, serían esenciales. Si los hombres se convirtiesen en zombis antes de dar su último suspiro, entonces tendríamos unos caminantes infinitamente más peligrosos que aquellos seres medio podridos; tendríamos caminantes dotados de razón y cálculo; tendríamos una nueva raza de zombis.

            Por último, lo que no se trata de una posibilidad, sino de un dato bien concreto extraído del argumento, es la forma en que Rick mata al líder del grupo que los estaba amenazando al costado del camino: con una mordida en el cuello. Cualquier similitud con un caminante no es, por supuesto, mera coincidencia.

            Quedamos, una vez más, a la espera de nuevos capítulos.