Estoy
en el colegio, en el aula mejor dicho, sentado en el pupitre del profesor. Es
bastante más grande que los que pertenecen a los alumnos, pero de cualquier
manera está a años luz de aquellos que servían de estrado a los profesores de antes,
en el siglo XIX (creo que colegios de gran tradición y trayectoria como el
Nacional Buenos Aires o el Pellegrini los siguen teniendo, pero en realidad no
lo sé). Bueno, como decía, estoy sentado en el pupitre del profesor, y no es
extraño que lo esté, ya que yo soy el profesor, o lo era, no sé. Supongo que
después de lo que pasó ya no lo voy a ser más.
Hoy
es mi primer día como docente. Ésta, mi primera suplencia. De alguna forma
lamento que las cosas hayan salido así. Al final, se podría decir que no duré
ni un día. Es difícil que pueda volver a un aula después de cargar con una
muerte, y menos cuando apenas tengo horas
de antigüedad. Pero tampoco es tan terrible. Después de todo, nunca quise
ser profesor. Siempre soñé con ser escritor (todavía sueño), y la docencia fue
el atajo más seguro para llegar a fin de mes. Aunque, a decir verdad, me
dijeron que ni siquiera eso es seguro. Vivimos en Argentina, un país que te
obliga a trabajar de lo que no te gusta para igual tener que pedir prestado. Si
el destino es una fuerza que se caga de risa en la cara de los mortales,
entonces la Argentina es el lugar que elige para pasar sus inacabables vacaciones…
Pero
me estoy yendo de tema y no tengo mucho tiempo. No voy a decir mi nombre, pero
diré que vivo en Castelar y que soy profesor de Lengua y literatura (en
realidad soy Licenciado en Letras por la UBA, pero no vale la pena que hable de
eso). Ésta es mi primera clase. Y, de seguro, la última. Cargo con la muerte de
un joven. No creo que, de querer (y créanme, no quiero), alguien me deje volver
a poner un pie en un aula. Mejor así. En lo que a mí respecta, me hacen un
favor.
Me
dieron los segundos años. Chicos de entre doce y trece años. Me pareció bien
para empezar, chicos chicos, sin muchas hormonas y, dentro de todo (o al menos
eso creí), dóciles. Y la cosa empezó bien. ¡Mierda que empezó bien! Entré,
saludé y empecé a dar lo que había preparado (una clase sobre las variedades
lingüísticas, los lectos y los registros). Los chicos escuchaban y copiaban
cuando yo les dictaba. Pero entonces me percaté (no es que no lo había visto
antes, sólo que no había reparado en
él) del banco vacío en medio del aula, un poco hacia la derecha. No me hubiese
llamado la atención de no ser por que los chicos que lo rodeaban lo miraban de
reojo y con desconfianza. Incluso se alejaban lo máximo posible de él, de modo
que las otras filas estaban excesivamente juntas, casi amontonadas. Pregunté a
qué se debía, y como las buenas historias no se hacen esperar, y mucho menos
rogar, me contaron de qué se trataba.
Ese
banco había pertenecido, hasta hacía dos meses (estamos en julio), a un
compañero de ellos, que había muerto de cáncer de hueso. Así dijeron, incluso
con cierto regocijo: “muerto”, no “fallecido”. Muerto. A veces me pregunto por qué las personas disfrutan de
hablar de la muerte de los demás, como si al hacerlo se resguardaran de su
propia muerte. Si no me equivoco hay un cuento de Silvina Ocampo que trata de
eso, pero ahora no me acuerdo el nombre… Pero bueno, sigo yéndome por las
ramas, y en cualquier momento caen todos y tengo que dejar de escribir. Incluso
la sangre ya está llegando a donde estoy. Si no me muevo pronto, me va a
manchar los zapatos.
La
cuestión es que los pibes creen, y según dijeron los profesores también, que
ese banco está algo así como maldito, y que si uno de ellos se sienta ahí se va
a morir. Me pareció una abominación que creyeran en eso, que inventaran
historias alrededor de una enfermedad como el cáncer, que es tan terrible y
temible (mi papá falleció de un tumor cerebral que apenas le dio tiempo para
despedirse de sus familiares y amigos). Les dije además que no me creía eso de
que los profesores avalaran un comportamiento como ése. Entonces un pibe habló.
Un pibe…
–Posta,
profe –dijo, con su brazo levantado–. Los otros profesores nunca nos hacen
sentar en lo del pelado –al decir “pelado” hizo una pausa, que fue
correspondida por algunas risitas–. Cuando nos cambian de lugar, siempre dejan
libre el banco del pelado.
Una
nueva pausa. Nuevas risitas.
El
chico éste era muy flaco y morocho, con el pelo negro, corto, peinado hacia un
costado. Apenas lo vi supe que se trataba de uno de esos “vivos”, que se la
pasan intentando verse bien haciendo que los demás se vean mal. Todo curso
tiene al menos uno, o eso me dijeron, y generalmente se sientan atrás de todo.
Este pibe (no digo el nombre no porque quiera ocultarlo, sino porque nunca
llegué a saberlo) no estaba atrás de todo, pero sí bastante atrás, en una de
las filas de la izquierda.
En
fin, quise dejar atrás el tema, primero porque me desviaba de las variedades
lingüísticas, y segundo porque no me gusta hablar de cáncer. Y menos de nenes con cáncer. Tengo 32 años, con un
padre fallecido por culpa de un tumor cerebral a los 57 años. Trato de pensar
que el cáncer es privativo de los viejos (sé que no lo es, pero trato de pensarlo). Incluso, intento convencerme
de que lo que le pasó a mi viejo fue una excepción. Pero pensar en un nene de
doce años con cáncer de hueso es demasiado para mí. De sólo escribirlo se me
pone la piel de gallina. Ni siquiera el charco de sangre que se acerca
lentamente se compara con eso.
Seguí
con la clase, dictando unos conceptos que después explicaba en el pizarrón. No
necesité mucho para darme cuenta de que el pibe que había hablado antes era
todo un tema. Prácticamente no me dejaba hilvanar dos oraciones juntas. Hablaba
y hablaba, hacía chistes y tiraba papelitos. Y no dejaba su celular ni por un
segundo. Lo reté y lo reté, pero él decía “perdón, profe”, asentía y ponía cara
de compungido. Todo muy sobreactuado, lo que hacía que yo me enojara más y que sus
compañeros se rieran y le festejaran su conducta. Unos diez minutos antes de
terminar la clase, no me pude aguantar. No quería que la cosa terminara así.
Dentro de un aula, y eso lo comprendí en seguida, todo se trata de ver quién la
tiene más grande. Si la tienen los alumnos, el profesor puede darse por
perdido. Pero si el docente se impone, entonces tiene posibilidades de llegar a
fin de año. Eso es lo que al menos intuí con mi desproporcionadamente escasa
experiencia. Supongo que no voy a llegar a confirmarlo.
Me
propuse, entonces, darle una lección, y lo primero que se me ocurrió fue
hacerle lo que los demás profesores no se animaban a hacer: le exigí que se
cambiara de lugar… Al lugar vacío, claro. La cara que puso en ese momento no
tenía nada de sobreactuado. Era verdadero terror. No me considero sádico, pero
tengo que admitir que el hecho de verlo tan asustado me entusiasmó un poco, por
lo que no di el brazo a torcer. Al principio se negó, pero yo insistí, grité y
lo amenacé con ir a la dirección y llamar a sus padres. Finalmente flaqueó.
Agarró sus cosas y con lentitud, como un condenado que se dirige a la silla
eléctrica, se acercó al pupitre vacío. El silencio fue en ese momento, y por
primera vez, absoluto. Todos lo miraban con esa mezcla de compasión y miedo que
despiertan las personas con el destino marcado. Me pareció una exageración por
parte de todos, pero al menos había demostrado quién llevaba los pantalones
puestos. Cuando finalmente el pibe se sentó, vi que lloraba. Sus cachetes
estaban atravesados por dos columnas húmedas, sus ojos estaban hinchados y de
su nariz caían abundantes mocos líquidos.
Me
sentí mal, ¿para qué mentir? No está bien hacer llorar a nadie, y menos a un
pibe. Me propuse entonces intentar arreglar lo hecho, pero siempre después de
la clase. Ya había perdido más tiempo del que me parecía aceptable. Seguí
entonces, y en los minutos que quedaron, el pibe no dijo ni una sola palabra.
Simplemente se miraba las manos, que tenía entrelazadas arriba del banco.
Tocó
el timbre, dejé tarea y saludé con un fugaz “Hasta mañana”. Sólo pedí que se
quedara el chico éste.
–Usted –dije,
señalándolo, ya que no sabía su nombre–. Usted, quédese, que quiero que
hablemos.
Los demás se
fueron a sus casas, ya que era la última hora, mirando al compañero en la silla
de la muerte como si no fueran a verlo de nuevo. Ahora que lo pienso, y con la
sangre ya debajo de mis suelas, tenían razón. ¡Qué irónico es, a veces, el
destino!
Una
vez que el aula estuvo vacía, me le acerqué intentando adquirir una imagen
conciliadora. Él ya no lloraba, pero se notaba que no estaba bien.
–No
es para que se ponga mal –dije, con un asomo de amigable sonrisa–. Tiene que
entender que si usted se porta así, yo no puedo dar la clase. ¿Entiende?
El
pibe permaneció inmóvil, mirando sus manos.
–Escuche,
le voy a ser honesto –continué–. Usted me parece una persona inteligente, a lo
mejor la más inteligente de todo el curso –el chico levantó la vista (el viejo
truco de adular, funciona especialmente bien con los adolescentes, y más si son
idiotas)–. Lo digo en serio, y creo que nos vamos a poder llevar bien. Incluso,
creo que hasta le puede llegar a gustar la materia, pero tiene que prometerme
que me va a dejar dar clase, ¿sí?
El
chico se mordió el labio inferior y asintió. Se la había creído, nomás.
–¿Sí?
–volví a preguntar, sonriendo más abiertamente.
–Sí,
profe –respondió, al tiempo que asentía.
–Y
no se preocupe por la leyenda ésa del banco de la muerte. Este colegio tiene
nocturna, y ese banco siempre está ocupado y, ¿sabe qué?, nadie ha muerto.
Le
guiñé un ojo y él, por fin, sonrió.
Fue
la última vez que lo hizo.
Cuando
yo mismo levanté la vista, lo vi. Un pibe flaco, muy flaco, y pálido, sin pelo, con dos ojos tan hundidos y rodeados
de ojeras violetas tan oscuras que parecía tener una calavera en vez de cara.
Estaba parado, un poco inclinado hacia delante, en el rincón derecho del fondo
del aula, con su uniforme puesto. Le quedaba enorme, pero no porque fuera
grande, sino porque su cuerpo estaba tan consumido que la remera y el pantalón
parecían bolsas.
Me
miró.
Me hizo saber.
Cómo
lo trataron.
Cómo
lo hicieron sentir, a pesar de que todos sabían que iba a morir.
Le
decían pelado.
Y
él que había tenido unos rulos colorados tan lindos (el orgullo de sus dos
abuelas).
Y
lo hicieron llorar.
¡Cómo
había llorado! ¡Tanto que a veces la idea de que iba a morir lo hacía sentirse reconfortado!
Y
estaba ese pibe.
El
gracioso.
El vivo.
Ése
era el peor. El que le había inventado “pelado”.
El que lo había hecho quedar mal delante de la chica que le gustaba, delante de
todo el mundo.
Ése
que estaba ahora sentado ahí, en su lugar.
Y
entonces me di cuenta.
Me
di cuenta de que la idea de que Dios no exista no es ni por asomo tan terrible
como la de un Dios que existe y permite injusticias de ese tipo, que un chico
como ése muriera en medio de atroces sufrimientos, mientras que otro como éste
viviera.
Sentí
ira y tristeza.
Pero
más que nada ira.
–¿Ya
me puedo ir? –dijo el pibe desde el asiento, y apenas me acuerdo de lo que pasó
después. Sé que lo agarré de la nuca y empecé a golpearlo contra el pupitre
repetidas veces. Incluso no paré cuando escuché los “cracks” (que no
sabía si venían de la madera del banco o de los huesos de la cara del chico).
Golpeé y golpeé hasta que no pude más. Hasta que quedé exhausto.
Entonces
tiré al pibe hacia atrás y me senté en el banco de adelante, respirando en
amplias bocanadas. Tenía todo el cuerpo transpirado y la camisa pegada a la
espalda. Afuera, el movimiento en el colegio ya era nulo. Todos los alumnos
habían salido y era cuestión de minutos para que el preceptor pasara a
controlar el estado del aula.
Miré
al chico con atención. Estaba apoyado en el respaldo del asiento, con la cara
vuelta hacia arriba, como contemplando el techo. No parecía respirar, pero
dudaba de que estuviera muerto. Después de unos minutos me convencí de que sí,
ya que no hacía ni el menor ruido. Tenía toda la cara hecha un amasijo de carne.
La sangre le caía a chorros por las mejillas y el mentón. La nariz
prácticamente había desaparecido, hundida como estaba a la altura de los
pómulos, que por otra parte no eran más que un montón de carne y hueso.
Le
pegué entonces un vistazo al banco. Un charco de sangre apenas ocultaba tres o
cuatro dientes clavados en la superficie de madera.
Volví
a mirar hacia el rincón derecho del fondo del aula. El otro chico ya no estaba.
Se había ido.
Decidí
hacer algo antes de que alguien llegara. Entonces volví al pupitre del profesor
y empecé a escribir. Delante de mí, está el chico que se creía vivo por joder
con un muerto. Ahora, él también está muerto.
No
sé si llamarlo justicia.
© Lucas Berruezo