«¡Quiero ser feliz!», dijo y dio un portazo. Respiró el aire liviano de un
afuera sin límites ni condiciones. Supo, o intuyó, que su libertad le daría lo
que buscaba. No supo, o no le importó, que su libertad condenaba a los que
dejaba atrás.
«¡Quiero ser feliz!», dijo y dio un portazo. Respiró el aire liviano de un
afuera sin límites ni condiciones. Supo, o intuyó, que su libertad le daría lo
que buscaba. No supo, o no le importó, que su libertad condenaba a los que
dejaba atrás.
A través del aire en el vacío, de Facundo Moreno, comienza con la narración de Lucas,
un muchacho de casi ocho años que en 1988 vive con sus padres y su perro Bruto
en un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires. Su vida, como la vida de cualquier
niño medianamente afortunado, tiene poco que lamentar y sus días transcurren
con alegría. Sin embargo, todo cambia cuando llega La Gran Tormenta y la tragedia se inclina sobre él de una forma que
no hará más que replicarse en su futuro, de maneras distintas y con la paciencia
que sólo la desgracia puede tener, sabiendo que el tiempo siempre corre a su
favor.
A medida que la novela avanza, vemos cómo Lucas va creciendo hasta llegar a
ser un hombre de familia. En ese recorrido, que no concluye ahí, sino que se
extiende todavía más en el futuro, el lector no dejará de sorprenderse por los
diversos escenarios que la historia irá abriendo y que lo enfrentarán a distintos
géneros, ante los cuales deberá adaptar su mirada. Así, lo que comienza siendo
una novela testimonial derivará en lo fantástico, lo onírico e incluso la
ciencia ficción. Y no hay que dejar de lado el trasfondo musical, que bien
podría representar un género en sí mismo y que, además, es el verdadero hilo
conductor de la historia, que vincula a los personajes entre sí, los acompaña y
llega a incidir en sus destinos.
Otro aspecto que me gustaría señalar (y resaltar) es la prosa de Facundo
Moreno. El placer que me proporcionó su estilo me llevó a detenerme en varias de
sus frases con el sólo fin de saborearlas, como quien toma su bebida preferida en
pequeños sorbos y la mantiene todo lo que puede en su boca. Una oración como
«Encontramos un nuevo rincón donde depositar los silencios que retumban en las
paredes de los días iguales» (p. 44) es apenas un ejemplo de tantos que podría
mencionar, y que me invitó a releer una y otra vez y a sentir la cadencia que
se une al significado (explícito y sugerido) en una construcción tan depurada
como efectiva.
Por momentos enternecedora, por momentos desconcertante, siempre interesante,
esta novela, como su título lo insinúa, nos revela el vacío que puede presentarse
en medio de la existencia, a la que la música y las voces del pasado pueden rellenar
hasta el límite del amor y la locura.
A través del aire en el vacío, de Facundo Moreno, un nuevo acierto de la editorial
Azul Francia.
Se las recomiendo.
- Moreno, Facundo. A través del aire en el vacío. Buenos Aires, Azul Francia, 2021.
***
Sobre el autor: Facundo Moreno nació en 1985, en Morón. Se inició en la literatura con autores como King, Poe y Lovecraft. A los trece años obtuvo su primer premio con el cuento “El cuarto y los dos péndulos de Ivonne Achaval”. En 2020 fue seleccionado como ganador en el Yo te cuento Buenos Aires VIII con el relato “¿Bruno Mars es el nuevo Michael Jackson?”. Publicó UNE, culpa de la luz (Azul Francia, 2019) en coautoría con Daniel Canney. A través del aire en el vacío es su primera novela.
Lo vio llegar, con un dejo de tristeza que le desconocía. No había que ser adivino para notar que intentaba disimular algo. Sin embargo, se propuso no decir nada. Si su amigo quería hablar, hablaría. De hecho, no tardó en hacerlo:
—¿Qué hacer —preguntó el recién llegado— cuando la persona que amás te defrauda? ¿Cómo seguir ante ese desencanto?
Él, que en materia de amor no sabía mucho, pero que podía dar cátedra en lo que se refería a la soledad, le respondió:
—Todo se resume en encontrar algo que te distraiga lo suficiente, y dedicarte a eso sin descanso. Pensar en esto para no pensar en aquello. Tal vez el verdadero secreto de un Dante, de un Shakespeare o de un Borges no sea más que un corazón roto.
Una buena historia, bien narrada, con saltos en el tiempo que permiten seguir el hilo de los acontecimientos de una manera discontinua, aunque precisa. Suspenso en dosis justas y actuaciones impecables. La ira de Dios, dirigida por Sebastián Schindel, protagonizada por Diego Peretti, Macarena Achaga y Juan Minujín, y basada en la novela de Guillermo Martínez, La muerte lenta de Luciana B.
Muy recomendable.
El 24 de junio de 1911 nació, en Rojas (Buenos Aires), Ernesto Sabato, un escritor tan amado como odiado, tan reconocido como marginado, tan recordado como voluntariamente olvidado. A fuerza de ser honesto, no me extraña. Siempre fue un escritor incómodo, que se animó a hablar cuando otros, cínicamente correctos, callaban. Decía la verdad, o al menos lo que él creía que era la verdad, lo que no es poco. En un mundo donde la verdad se mide cara a cara con el interés (y no siempre sale ganando, además), decir lo que uno realmente cree es mucho, tal vez demasiado. Se lo podrá acusar de haber estado equivocado (acusación que, de cualquier manera, me gustaría ver argumentada), pero no de haber mentido ni de haber sido un interesado.
Nadie puede negar que
Sabato fue un hombre capaz de dejarlo todo por un ideal no exento de ética,
como lo demostró al abandonar la ciencia para dedicarse a la literatura.
También vio, con décadas de anticipación, la deshumanización que hoy padecemos
y que muchos, absurdamente, consideran un progreso. Fue, sin lugar a dudas, un
profeta, que alzó la voz en numerosos ensayos y en tres grandes novelas.
Si la historia no es
una vil servidora de poderes antojadizos, le dará un lugar entre los más
destacados.
Hoy, la Argentina
necesita intelectuales como él.
Hoy, no puedo dejar de
preguntarme qué diría de lo que ya dijo y nosotros no escuchamos.
(Sobre un discurso de Axel Kicillof)
En un acto
escolar, Axel Kicillof dijo unas palabras frente a un grupo de alumnos de
primaria y los instó a «no hacer caso» y a «hablar como quieran». En teoría, el
gobernador de la provincia de Buenos Aires les estaba respondiendo a Horacio
Rodríguez Larreta y a su ministra de Educación de la Ciudad, Soledad Acuña,
después de su célebre «prohibición». Sin embargo, es interesante señalar que
Kicillof no menciona en ningún momento a sus rivales políticos, como tampoco
aclara cuál sería el objeto de la rebeldía (en este caso el lenguaje inclusivo),
por lo que habría que creer que los chicos bonaerenses de aproximadamente 9
años (conocedores de las pugnas de la política nacional y enterados de lo que
ocurre en materia educativa del otro lado de la General Paz) pudieron reponer
aquellos referentes que el señor del escenario prefirió omitir. Algo que,
sarcasmo aparte, me cuesta creer.
Lejos entonces de toda alusión concreta, el gobernador
apeló a las concepciones axiológicas de cada chico: «hacer lo que uno piensa que está bueno para los demás significa muchas veces no hacer caso».
Pero, uno podría preguntarse, ¿quién es «uno»?, ¿lo que está bueno para uno siempre está bueno para todos?,
¿y quién es el otro, «los demás»? No hace falta estar más de diez minutos
dentro de un aula para notar que, para los chicos y adolescentes (para los
adultos también, pero ese no es el tema de este artículo), lo que está bueno
para un compañero no necesariamente tiene que ser lo correcto. Un chico puede
considerar que no está bueno para su amigo que lo amonesten después de haber
cometido una falta, o que le pongan un 1 por no haber estudiado o, incluso, que
le quiten la hoja en un examen tras haber sido descubierto copiándose. En esos
casos, ¿está justificada la rebeldía? ¿Se puede no hacer caso al docente? Según
el mensaje de Kicillof, sí.
Veamos ahora otro fragmento del discurso. Después de reivindicar
la idea de «rebelarse», Kicillof agrega que «acá, en la Provincia, también
rebelarse es hablar como uno quiere, como una quiere». Para mitigar un poco
semejante barbaridad, el gobernador aclara que no hay que decir «palabrotas» ni
«guarangadas». De cualquier forma, para un profesor de Prácticas del lenguaje, la cuestión se vuelve compleja. ¿Con qué objetivo
enseñamos Lengua?, ¿con qué autoridad
señalamos los errores de ortografía?, ¿por qué podemos (y debemos) corregir *conbivencia,
siguiendo la regla que registra que después de /n/ va /v/, pero no podemos
corregir la interposición de una /x/ entre dos consonantes? Además, dado que
Kicillof no aclaró que estaba hablando del lenguaje inclusivo, ¿qué decirle a
un alumno que nos argumenta, en términos generales, que ellos pueden «hablar
como quieran»?
En resumidas cuentas, un nuevo golpe a la educación y
a la autoridad del docente. Cuando un alumno pregunte «¿de qué sirve hablar y
escribir bien?», la triste y resignada respuesta de unos será, y con toda razón,
«de nada», mientras que no faltarán otros que nieguen que exista tal cosa.
Por mi parte, me pregunto: ¿cuándo se dejará de
enseñar, por obsoleta o estigmatizante, la materia que, aunque con diferentes
nombres, todos conocemos como Lengua?
Recuerdo que en el verano de 1998 agarré la guía del cable y marqué todas
las películas de terror que iban a dar durante las noches y las madrugadas del
mes de enero. En ese entonces, simplemente me quedaba despierto. No había fotos
del televisor ni estados en los que decía lo que iba a ver. Tampoco comentarios
ulteriores. Era yo conmigo mismo y con las películas. Nadie sabía, y no sentía
que nadie tenía que saber. Era hermoso. Extraño esa soledad hecha de verdadera
ausencia. Ahora estamos rodeados de supuestas presencias, imaginadas,
virtuales. A lo mejor por eso nos sentimos cada vez más solos. Antes nos
sabíamos solos, y por eso veíamos en la soledad un disfrute distinto, íntimo,
personal. Ahora nos suponemos acompañados TODO el tiempo, lo que hace que nos
desposeamos y que, sin que tengamos a otros, tampoco nos podamos tener a
nosotros mismos. Si me permiten, creo que este es el peor de los males de las
redes sociales: sentir que siempre necesitamos testigos. Y el hecho de que esté
escribiendo esto en una red social hace que, más que contradictorio, sea una
derrota absurda.
(Un análisis del artículo «“Estoy arrepentida de ser madre”: aman a sus hijos pero hay razones por las que volverían el tiempo atrás» en https://www.infobae.com/historias/2022/06/16/estoy-arrepentida-de-ser-madre-aman-a-sus-hijos-pero-hay-razones-por-las-que-volverian-el-tiempo-atras/).
La tendenciosidad de los medios de comunicación, en este caso Infobae, volvió a la carga con un nuevo (aunque no tan nuevo) paradigma: «el arrepentimiento de ser madre». Según la encuesta manejada por el informativo, los resultados son sorprendentes: «7 de cada 10 madres contestaron que se arrepienten en alguna medida de serlo». Paso seguido, expone tres testimonios de tres mujeres que «se animaron a romper con el tabú y le contaron a Infobae las razones por las que volverían el tiempo atrás».
Analicemos un poco la cuestión. Que Infobae
hable de «romper con el tabú» da a entender que todas las madres se arrepienten de serlo y no lo dicen porque es un
tabú decirlo. Esto arroja dudas sobre la misma encuesta que ellos publicaron, ya
que podemos pensar (y esto es justamente lo que se espera que se piense) que
ese «25% (que) no se arrepiente de nada» es, en realidad, falso, porque estaría
reprimiéndose por culpa de ese tabú. Romper definitivamente con el tabú
representaría, final y verdaderamente, un 100% de madres que se arrepienten de
ser madres y ya no temen decirlo. En otras palabras, no habría vida más
indeseable que aquella que ofrece la maternidad.
Veamos, ahora, el primero de los testimonios que destaca Infobae[1]. En este, tenemos a Natalia, una
pobre mujer víctima de los mandatos y de los deseos impuestos en su mente desde
la más tierna infancia: recibirse, casarse, tener hijos, etc. Por supuesto, esa
mujer no tardó en darse cuenta de lo que todos, más tarde o más temprano, nos
damos cuenta: la vida no es lo que nos habíamos imaginado que sería.
Al mandato de su abuela, se le sumó el deseo de salvarle la vida a su pareja, destrozada por la muerte de su madre. «“Si yo le doy un hijo le daría una razón para vivir”. Quedé embarazada ese mismo mes». Apenas momentos después, ya «Sentía que me había arruinado la vida». Las razones son muy simples: «recién empezaba a trabajar de lo que había estudiado, sentía que me faltaban vivir un montón de cosas, crecer en el trabajo, viajar con amigas, recorrer el mundo». En definitiva, el hijo como una traba para vivir. La conclusión es más que predecible: «Yo amo a mi hijo, sí, pero si pudiera volver el tiempo atrás no lo habría tenido, habría tratado de evitar quedar embarazada o me habría hecho un aborto». En otras palabras, si pudiera volver el tiempo atrás, mataría a su hijo cuando eso no representara un crimen. En consecuencia, podríamos pensar que lo único que la detiene ahora es una figura legal y el hecho de ir a la cárcel. Lo que sigue es igual de ejemplificador: «A mí me encanta acompañarlo en sus actividades, lo llevo a jugar al fútbol y me quedo con él, pero también me gusta tener tiempo para mí. Había empezado una maestría y tuve que dejarla porque fue imposible encontrar tiempo para estudiar. Me arrepiento porque el precio de ser madre es seguir postergándome» (el subrayado es mío). Natalia no ve que es madre, sino que ve que ser madre no la deja ser lo que es. El egoísmo, una vez más, como la principal razón para el rechazo de la maternidad/paternidad.
El testimonio sigue con la exposición de la falta de responsabilidad del
padre, que Natalia muestra como algo general: «Es increíble como toda la
responsabilidad del cuidado se deposita en la madre “porque es la madre”». Los
padres que sí se hacen cargo, que van a las adaptaciones del jardín de
infantes, que llevan a sus hijos de acá para allá y que viven teniéndolos como
prioridad quedan relegados como una excepción frente a los padres que no mueven
ni un dedo, algo de lo que, a partir de mi experiencia como padre y como
docente desde hace más de una década, me permito negar.
Finalmente, Natalia concluye: «Me arrepiento cuando quiero salir y no
puedo, cada vez que tuve que salir corriendo porque el padre no lo había ido a
buscar al jardín o llamar a mi mamá y después aguantar que me reprochara las
veces que me ayuda con el nene». Pobre hijo, que todo su mal se reduce a otras personas (abuela que pasa factura, madre que quiere salir y
no puede, y padre que no aparece) y no a él. ¡Qué mochila pesada tendrá que
cargar si lo cosa sigue así! ¿De qué lo culparán después? ¿De la inflación,
acaso, o del aumento de las tarifas?
La nota sigue con otros dos testimonios que no abordaré, porque son más de
lo mismo: madres que se arrepienten de serlo porque reconocen que su pareja no
era la ideal o porque (oh, calamidad) no pueden estudiar, dormir o salir con
amigas. De cualquier manera, sí quiero destacar un comentario de Luna, la
segunda mujer consultada: «No me siento arrepentida regularmente, aunque hay
ocasiones en las que sí, no te lo voy a negar». Y acá es donde me quiero
detener un poco.
«No me siento arrepentida regularmente, aunque hay ocasiones en las que sí,
no te lo voy a negar». Esto, si me permiten, no es arrepentirse de ser madre.
Todos tenemos momentos en que imaginamos y fantaseamos con una vida distinta de
la que tenemos. Yo también, más de una vez, me he imaginado lo que hubiera sido
mi vida si no hubiese tenido los dos hijos que tengo y si no me hubiese casado.
¿La conclusión? Que tendría mucho más tiempo para leer y para escribir, que la
plata me alcanzaría mucho más (el sólo pagar los colegios nos desangra) y que
sería mucho más independiente. ¿Me arrepiento de ser padre, entonces? Para
nada. También imagino cómo hubiera sido mi vida de haber elegido una profesión
más rentable (como prácticamente toda mi familia), pero no por eso me
arrepiento de ser escritor ni profesor. Confundir imaginación y fantasía de lo
que hubiera sido con arrepentimiento de lo que es no es más que una estrategia
maliciosa de Gisele Sousa Dias, autora del artículo. Todos fantaseamos, no
todos nos arrepentimos. Quien se arrepiente cambiaría su vida si pudiera (como
Natalia); quien fantasea se regodea en su historia contrafáctica para volver a
su vida como puede, pero sin querer deshacerla.
En conclusión, el mensaje es claro: les dicen a todas las mujeres que quieren ser madres o que se acaban de enterar de que están embarazadas: «Ojo, que ser madre no es lo que imaginás ni lo que te dijeron que sería. Te aseguraron que si abortás te vas a arrepentir, pero si sos madre también te vas a arrepentir, así que mejor no seas madre o abortá, que al menos vas a ser libre y no una esclava de por vida, y vas a tener tiempo de estudiar y de salir con tus amigas».
Hoy se suma un nuevo capítulo al ataque contra la maternidad (y, por extensión, contra la familia), en una seguidilla que ya señalé en más de una ocasión y que, sin lugar a dudas, continuará.
______________________
[1] Aclaro que no trato de juzgar las opiniones ni la vida de nadie, sino de analizar el mensaje de un discurso que se expone con un atributo de ejemplaridad.
(Sobre la polémica en torno al "Lenguaje Inclusivo")
Ya vi muchas cuentas aludiendo a Saussure como argumento en contra de la "prohibición" de Larreta. Les cuento que Saussure también funcionaría como argumento en contra de los que quieren introducir un género nuevo como forma de lucha política y social.
Según el lingüista suizo, nadie puede cambiar la lengua por decisión propia (por justa que esta sea), sino que es la combinación del tiempo con el uso que hace de ella la masa hablante la que puede generar cambios en la lengua. Por ende, ni Larreta ni los militantes del Lenguaje Inclusivo tendrían la aprobación de Saussure.
Cito el CURSO DE LINGÜÍSTICA GENERAL: "No solamente es verdad que, de proponérselo, un individuo sería incapaz de modificar en un ápice la elección ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra; la masa está atada a la lengua tal cual es" (p. 149 de la edición de Losada).
Claro que el CURSO fue publicado en 1916, por lo que no estaría mal replantearse las enseñanzas de Saussure en un contexto de redes sociales e hipercomunicación. No obstante, si van a usar a Saussure como argumento, tengan en cuenta estas cuestiones.
(Idea para una historia contrafáctica)
¿Se imaginan una Argentina paralela (ahora que está de moda eso de los
multiversos) en la que los hombres, exuberantes de machismo, excluyan a las
mujeres y a las personas no binarias del masculino genérico, argumentando que
sólo los varones merecen la letra “o” y que los demás deben encontrarse su
propia letra? ¿Se imaginan, en este contexto, a las mujeres y a las personas no
binarias luchando para que esos “retrógrados” no las expulsen
de la “o”, sino que, por el contrario, las incluyan en ella? En este universo,
se recurriría a la RAE para argumentar en favor de la inclusión de todos en el
masculino genérico, y los hombres harían valer su exclusividad negando la
autoridad de dicha academia y otorgándoles a los otros una “x” que, como nos
enseñan las matemáticas, representa una incógnita todavía no definida. Los
luchadores por la inclusión llamarían a esta postura “lenguaje exclusivo” (ya
que cada identidad de género sería estigmatizada con una única letra, que marca
la diferencia y no facilita la igualdad), aunque no faltarán los que prefieran
la denominación “lenguaje excluyente” (señalando la segregación en función de
la identidad de cada uno). Algunas consignas podrían ser: “Que el patriarcado
no se quede con la ‘o’”, “La discriminación lingüística incentiva la discriminación
social”, “El macho no dicta la gramática”, “No excluyan por las diferencias,
incluyan por el amor”, “La ‘o’ no tiene dueño”, “Nuestras diferencias no avalan
la exclusión”, “La lengua no se cambia”, “No a la discriminación, todos somos
la ‘o’”.
¿Se imaginan?
Se armó un lío bárbaro con esto de que el gobierno porteño decidió “regular” (o “prohibir”) el “lenguaje inclusivo” entre las autoridades y los docentes de las escuelas. Por mi parte, y con honestidad, no me parece que nadie gane o pierda con esta medida. Desde el momento en que el Estado tenga que intervenir para que directivos y docentes hablen bien, la guerra está perdida, sin importar cómo se vayan dando las batallas. Ahora bien, algo que me llama la atención es por qué la gente sigue llamando al “lenguaje inclusivo” de esa manera, cuando en realidad es todo lo contrario. El así llamado “lenguaje inclusivo” es esencialmente discriminatorio.
A ver, vamos por partes. Ser “inclusivo” supone incluir a todos, indicando que las semejanzas son más relevantes que las diferencias. Por el contrario, “excluir” es sinónimo de separar y, por ende, de discriminar, y tiene que ver con segregar a las personas a partir de sus diferencias. Doy un ejemplo fácil de entender. Si yo llego al colegio y les digo a mis alumnos: los que tienen el pelo rubio van al aula 2001, los que tienen el pelo morocho van a la 2002 y los que tienen otros tonos van a la 2003, estoy separando (es decir, discriminando). Si, por el contrario, les digo a todos que vayan al aula 2001, sin importar el color de su pelo, no estoy haciendo diferencias y los estoy incluyendo dentro del mismo grupo. Bueno, básicamente esto es lo que hace la lengua española. Incluye a todas las personas dentro del masculino genérico porque supone que, en tanto seres humanos, la igualdad supera las diferencias y, en consecuencia, no se requiere de ninguna distinción al momento de la apelación de un grupo. Si el colegio se incendia, basta que diga “TODOS afuera” para que todos estén incluidos.
Por el contrario, el “lenguaje inclusivo” plantea, en su esencia, que las diferencias son mucho más importantes que las semejanzas. Por eso, las personas, según su género de identidad sexual, no pueden compartir el mismo género gramatical. Según esta lógica, si ante el incendio digo “TODOS afuera”, sólo se salvarán los hombres, ya que ni las mujeres ni los no binarios saldrán del aula, muriendo irremisiblemente. Para poder salvarles la vida a todos, tendría que aclarar “TODOS, TODAS y TODES afuera”[1]. Como se ve, la que se impone en este caso es la diferencia y la exclusión.
Finalmente, la cuestión no es tan difícil de entender si analizamos lo que verdaderamente se propone el así llamado “lenguaje inclusivo”. Su fin no es la inclusión, porque la lengua española es ya una lengua inclusiva. Lo que busca, en todo caso, es la visibilización de las distintas identidades de género. Y por eso, justamente, no puede ser inclusivo, porque para visibilizar las diferencias debe, por fuerza, hacer hincapié en ellas y, por ende, discriminar (en el sentido de “separar”). En la inclusión, cuando es real, las diferencias se suavizan, que es justamente lo que se pretende evitar. Tendrían, para ser consecuentes con su argumentación, llamar al “lenguaje inclusivo” de otra manera. No sé, tal vez “lenguaje visibilizante”, palabra que no figura en los diccionarios, aunque no creo que eso suponga un problema para aquellos que creen que hablar mal es un acto de justicia.
En fin, así estamos, llamando “inclusivo” a aquello que excluye, y afirmando que en la segregación de las diferencias está la justicia de la inclusión.
[1] Las variantes tipográficas con “x”
o “@”, por impronunciables, no pueden tomarse en cuenta, y la “e” como genérica
encuentra resistencia entre algunos no binarios, que creen ser despojados de su
identidad al tener que compartir la letra que los identifica.
Hoy, según el calendario católico, se celebra Pentecostés, día en que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y, por extensión, se volvió una fuerza presente en la Iglesia. Me parece interesante relacionarlo con otro relato bíblico, mucho más antiguo: el de la torre de Babel (Gén 11, 1-9).
Ambos sucesos pueden ser tomados como parte de un mismo círculo, que se abre cuando Dios, ante la intención de los seres humanos de alcanzar el Cielo por caminos terrenales, decide confundir las lenguas y dispersar a las personas por el mundo; y se cierra cuando, tras enviar su Espíritu, Dios permite que todos vuelvan a hablar una misma “lengua” para así ser reunidos en la Iglesia. La lengua no es otra cosa que el andamio que permite a los hombres construir su sociabilidad: sin una lengua en común, no hay unión y no se puede, siquiera, construir una torre. Por eso, en Babel los hombres fueron incapaces de entenderse y, por eso también, abandonaron sus proyectos y se dispersaron. En Pentecostés, frente a los apóstoles, cada persona, sin importar su procedencia ni su nacionalidad, “los oía hablar en su propia lengua” (He 2, 6), permitiendo así una nueva congregación y una nueva construcción.
Con el nacimiento de la Iglesia, los tiempos de la dispersión y del desencuentro terminaron. Es momento de que todos hablemos una misma lengua, la del Espíritu, que no es otra que la que se expresa a través del amor: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13, 34-35).
Feliz día de Pentecostés.
Desde hace más de dos décadas que no hago mucho más que leer. Teniendo en cuenta esto, podría suponerse que, cuando alguien me pide que le recomiende un libro, estaría dispuesto a explayarme durante decenas de minutos, incluso horas. Y no es así. Todo lo contrario. Cuando alguien recurre a mí para orientarse sobre qué leer, me quedo abrumado, como si me preguntaran sobre la teoría de la energía oscura. Finalmente, termino cayendo en los lugares comunes, recomendando libros que todo el mundo conoce y que nadie necesita que le recomienden.
Varias veces me pregunté, no sin angustia, por qué me pasaba eso, por qué me costaba tanto recomendar un libro, cuando se suponía que eso era “mi especialidad”.
En un primer momento, supuse que se trataba de simple inseguridad ante el gusto ajeno. De alguna manera, reconozco que, en general, lo que me gusta e interesa no suele coincidir con lo que le gusta e interesa a la mayoría de las personas que me rodean, algo que podría extenderse a los libros… Un absurdo. Si realmente pensara (o sintiera) algo así, no me molestaría en escribir reseñas y críticas, cosa que hago con cierta regularidad. Entonces, ¿por qué no puedo recomendar libros con soltura, convicción y seguridad? ¿Por qué ante cada interpelación me comporto como un semianalfabeto? ¿Por qué no surgen en mi mente, de manera espontánea, todos los libros que cambiaron mi vida?
Y, por fin, caí…
Sí, caí.
Me di cuenta.
Me di cuenta de que ningún libro me
cambió la vida. Ni los mejores, ni los peores. Ninguno. Por eso, cuando alguien
me pregunta qué libro le recomiendo, me pierdo en un montón de títulos. Por eso
la inseguridad y la turbación, porque sé cuál es la respuesta (íntimamente lo
sé), aunque hasta hoy nunca la haya dicho. La respuesta es breve, consta de una
sola palabra. La respuesta es: cualquiera.
La cuestión es, en definitiva, bastante sencilla. No fueron los libros los que cambiaron mi vida, fue la lectura. Hubo libros que me marcaron, otros pasaron delante de mí sin dejar siquiera una huella, pocos me fascinaron, y menos todavía fueron los que, por malos, me indignaron. Pero eso no importa. Los libros fueron los que fueron, pero podrían haber sido otros. Ellos, en todo caso, se materializaron como instancias concretas que me permitieron sumergirme en la lectura como práctica, de la misma manera que, cuando damos un paseo, nos enamoramos del camino y no de los pasos que nos permiten recorrerlo. Los libros son esos pasos que nos mantienen en la lectura. Y no importa lo malos que sean o lo incómodos que se vuelvan, porque de lo que estamos enamorados es del camino. Y seguiremos caminando.
Ahora bien, se me podría argumentar que, si los libros no hubiesen sido buenos, yo no hubiera persistido en la lectura. La verdad es que no lo sé. Tal vez no, aunque me inclino a pensar que sí. Después de todo, la mayoría de los libros que leemos nunca son tan buenos. Sólo unos pocos lo son. Además, creer que el amor a la lectura sólo se sostiene con libros buenos es como creer que el amor en una pareja sólo se mantiene a base de días buenos. Esto no es así, o al menos no debería serlo. Los libros malos no podrán nunca desenamorarnos de la lectura. En todo caso, motivarán nuevas búsquedas; algo que se hace, obviamente, leyendo.
Así que, queridos amigos, cuando me pregunten qué libro les recomiendo, ya saben mi respuesta: cualquiera.
Lean cualquiera, pero lean y no dejen de leer.
Los va a enamorar, de verdad.
Y de eso no se vuelve.