Luke Ellis es lo que podríamos llamar un
chico superdotado. Tiene un coeficiente intelectual que supera, por mucho, al
promedio, hasta el punto de ser, con doce años, admitido en dos universidades
importantes para cursar dos carreras distintas… al mismo tiempo. Pero acá no
terminan las facultades de Luke. A veces, y sin que él pueda controlarlo mucho,
hace que las hojas de un libro se muevan con sólo mirarlas o que las puertas se
cierren a sus espaldas sin que él use las manos. Al lado de su inteligencia, la
telequinesia es sólo una particularidad insignificante, pero lo que Luke no
sabe es que un grupo compuesto por un hombre y dos mujeres irrumpirán en su
casa por la noche y se lo llevarán secuestrado justamente por esa habilidad a
la que él y sus padres apenas le dan importancia.
De esta manera,
Luke despertará en una habitación que es como su habitación, pero que no es su
habitación. Se encontrará con otros chicos de más o menos su edad, algunos con
capacidades telequinéticas, como él, y otros con habilidades telepáticas,
retenidos a la fuerza en un lugar al que todos llaman el Instituto, que lo que
busca es usar esas pequeñas destrezas para convertirlas en armas efectivas al
servicio de un mundo que, al menos de manera directa, nunca se muestra tal cual
es.
BUENÍSIMA:
es lo que puedo decir de esta última novela de Stephen King publicada en
Argentina. En El Instituto podemos ver lo mejor del maestro de Maine:
personajes entrañables (con chicos al mejor estilo It, El cuerpo o
Corazones en la Atlántida), un suspenso que se sostiene hasta las
últimas páginas, poderes extrasensoriales (afín, obviamente, a Carrie y a
Ojos de fuego) y una certera puntería para, por medio de una narración
escalofriante, alcanzar el corazón del lector.
Por otra parte, El
Instituto no es sólo una historia para pasar el rato (¿alguna buena
historia lo es?). En esta novela, King nos permite poner en crisis tanto la
idea del bien como la idea del mal. Lejos de quedarse en el postulado de que
«el fin justifica los medios», nos revela que los malos pueden estar del lado
del bien, del mismo modo que los buenos pueden arrastrarnos al mal. El fin,
entonces, no sólo justifica los medios, sino que los construye, impone y alimenta.
Además, ese mismo fin puede no ser otra cosa que una superstición. Así, a
partir de la lectura de esta novela nos damos cuenta de que la superstición, en
pleno siglo XXI, no murió ni está cerca de morir, simplemente cambió de
vestimenta: mientras que antes usaba túnicas y blandía cruces, ahora se viste
con delantales blancos y esgrime jeringas hipodérmicas.
No dejen pasar El
Instituto. Mejor que El visitante, muy superior a La caja de
botones de Gwendy, esta novela de Stephen King es su mejor entrega de,
por lo menos, los últimos cinco años.