La calle del terror es una trilogía de películas basada en las novelas de R. L. Stine y que en julio de este año Netflix estrenó en su plataforma, recibiendo en su mayoría críticas positivas. Y no es para menos, la saga está muy buena, y puede ser vista como una extensa película de casi seis horas de duración. Cada entrega nos conduce a un escenario cronológico distinto dentro del pueblo de Shadyside, donde todo siempre tiende a salir mal. La primera parte transcurre en 1994, la segunda en 1978 y la tercera en 1666, aunque el presente de la acción, que corresponde a la década del ‘90, no deja de estar presente en todos los capítulos, retomando su protagonismo hacia el final. En balance, esta diversidad temporal es un recurso sumamente efectivo, que renueva el interés del espectador en cada película.
Todo comienza, entonces, en 1994, y lo hace de una manera espectacular: con una matanza. Un muchacho completamente normal llamado Ryan Torres enloquece de pronto y asesina a siete personas en un centro comercial. Si bien esto podría sorprender en un contexto “normal”, no habrá sorpresas para los lugareños de Shadyside. Ellos están acostumbrados. Los asesinatos forman parte de su historia, y son tan regulares y comunes que la ciudad también es conocida como “la más sangrienta del país”.
Según se sabe, todo se remonta al siglo XVII, cuando Sarah Fier fue condenada a muerte, acusada de brujería y de llevar el mal al pequeño pueblo donde vivía. Desde entonces, la mujer, que había jurado volver para vengarse, posee a las personas de Shadyside y los lleva a cometer asesinatos de todo tipo. Pero no sólo eso. La prosperidad misma de la ciudad se encuentra bajo el influjo de la maldición, permaneciendo históricamente estancada en una irrecuperable miseria, a diferencia de la vecina Sunnyvale, un ejemplo de éxito y buena vida.
Siglo tras siglo, los habitantes de Shadyside son testigos de cómo alguno de sus vecinos se vuelve loco y mata a los que se cruzan en su camino, con una sed de sangre a toda vista insaciable. Al menos hasta 1994, año en que la maldición se topará con Deena Johnson, una chica que atraviesa un mal momento con su novia (ahora ex) Sam, que se mudó a Sunnyvale y reconstruyó su vida hasta el punto de tener novio. Lo que Deena no imaginaba era que, cuando por fin iba a terminar su relación con Sam, todo no haría más que empezar. En un recorrido lleno de sangre, la historia misma de Shadyside, con su versión de Sarah Fier, mostrará su verdadero rostro y revelará no ser lo que hasta ese momento muchos habían pensado que era.
Con reminiscencias a Scream (en la primera parte), Viernes 13 (en la segunda) y The Witch (en la tercera), La calle del terror es una opción perfecta para los amantes del slasher y del terror fantástico. No obstante, los que gustan de leer entre líneas tal vez no se sientan a gusto con esta saga. A partir de este momento, tengo que advertir:
SPOILER ALERT!!!
Todos conocemos el costado progresista de Netflix. No es una novedad, y si bien tiene títulos para todos los gustos, cuando nos detenemos en el porcentaje, en las prioridades y en los productos made in esta marca, la conclusión es indubitable. De cualquier manera, tampoco es una postura privativa de ella. Todas las plataformas de streaming recorren, con mayor o menor obviedad, estos caminos (el ejemplo más evidente tal vez sea el de la nueva versión de Cenicienta, producida por Amazon Prime, y que nos muestra a una “hada madrina” que es hombre, negro y queer[1]). La pregunta, en este caso, sería: ¿tendría que molestarnos algo así? Al final de este artículo intentaré responder esta cuestión.
Volvamos a La calle del terror. La agenda progresista, si bien no tan desconcertante como en Cenicienta, está presente y es visible para cualquiera que preste atención. Arranquemos por las protagonistas: dos adolescentes lesbianas que están pasando por un mal momento en su noviazgo. Por su puesto que la homosexualidad (vista como una muestra del amor capaz de enfrentarse a todo) tenía que estar presente, de lo contrario dónde estaría el progresismo. ¿Está mal esto? No, en realidad no, y la idea de una homosexualidad heroica no se diferencia mucho de la homosexualidad tabú de hace veinte o treinta años, donde el gay era uno de los primeros en morir. Siempre.
Sigamos.
Las protagonistas son, entonces, dos
chicas que están en una relación en crisis, aunque esta crisis pronto se
superará cuando el peligro las cerque, mostrando que el amor es más poderoso
que la muerte, las maldiciones y los poderes de la oscuridad. Pero estas chicas
no están solas, claro que no. Tienen a sus amigos, que darán su vida por ellas:
Josh (el hermano de Deena), Simon y Kate. Estos, por supuesto, pagan el peaje
de las minorías colectivas: Josh es afroamericano, Kate tiene rasgos latinos y
Simon… Bueno, Simon es un muchacho rubio de ojos celestes (un poco tonto es
verdad, aunque de buen corazón), así que digamos que es la excepción que
confirma la regla. ¿Hay un problema con esto? Ningún problema. De hecho, la
cuota colectiva es algo a lo que ya nos estamos acostumbrando y que pudimos ver
en otro éxito de Netflix: The Army of the
Dead.
¿Hay más? Claro que hay más. Y nuevamente hago una alerta
de spoiler.
Los buenos son, así, representantes de estas minorías que exigen ser visibilizadas. ¿Y qué hay del malo? El verdadero malo de esta historia no podía ser otro que el hombre blanco que representa la ley. Exacto. El mal no está en la bruja, como suponemos a lo largo de casi toda la saga. No, la bruja en realidad es una mujer que fue castigada como chivo expiatorio por el mal que aquejó al pueblo en 1666, y que fue ocasionado, por supuesto, por un hombre blanco heterosexual y ambicioso. De hecho, la mujer es la víctima inocente que debe cargar con la culpa injustamente, cuando todo lo que quería era poder amar en paz a otra mujer. El patriarcado (origen del mal) se impone, así, para castigar el amor de mujer a mujer (restitución del bien, siglos después). El final es, por demás, elocuente: dos mujeres y dos hombres de color contra una ejercito de hombres blancos (con la excepción que confirma la regla, en este caso, Ruby Lane) resurgidos de la muerte por otro hombre blanco (y policía).
De esta forma, queda establecido el relato épico progresista de Netflix.
Pero no puedo terminar sin responder antes la pregunta que quedó pendiente: ¿tiene que molestarnos algo así?
A mí, particularmente, no me molesta que estos rasgos surjan en las producciones actuales. La ficción, de alguna manera, siempre nos permite vislumbrar los valores y las tendencias de una época, incluso aquellas cuestiones que todavía no se dejan entrever en otros ámbitos (el protagonista negro de La noche de los muertos vivientes de 1968, de George Romero, es un buen ejemplo). En la actualidad, la visibilización de las minorías es una marca de nuestro tiempo, y es algo justo que merece ser atendido. Por ende, no debería fastidiar que estos temas aparezcan en el cine y en la literatura. De hecho, tampoco se podría evitar que lo hagan.
¿Qué es lo que molesta entonces?
Lo desagradable está presente en la lógica de la imposición, no en la de la producción. Lo molesto radica en la incapacidad de ir hacia delante, de construir un futuro. El progresismo artístico de hoy no es progreso artístico. En absoluto. Es en realidad “regresismo”, ya que dentro de esta tendencia todo es “refrito”. Ya no se crean historias nuevas, sino que se modifican las ya existentes. No hay, como dije recién, una construcción del futuro, sino una reformulación del pasado (algunos dirán “deconstrucción” del pasado). No se ilumina el camino que se tiene delante, sino que se llena de sombras el camino que tenemos detrás y que nos trajo hasta acá. ¿Por qué, entonces, la inmensa cantidad de “reescrituras” y de remakes? Al caso de Cenicienta, podríamos agregar muchos otros, como el de la versión feminista de El principito: La principesa.
Todas las épocas tienen el derecho de expresarse y de dejar salir aquello que contiene y que las contiene. Lo que no tienen derecho es a tomar lo que las otras épocas dieron y apropiarse de ello para hacerles decir otra cosa. Nos estamos convirtiendo en la generación que tiene los medios para contar historias, pero que carece de historias originales para contar. Por eso, no se hace más que tomar lo que otros hicieron en el pasado y hacerles decir lo que se quiere decir ahora, de tener el talento para decir algo. Y no dudo de que habrá talento en algún lado. Simplemente tienen que encontrarlo. La Cenicienta y el Principito ya existen y ya dijeron lo que tenían que decir. ¿Hoy lo vemos mal o ya no estamos de acuerdo con eso? Perfecto, entonces sigamos adelante, dejémoslos atrás, pero no nos apropiemos de lo que no nos pertenece para hacer decir lo que nos hubiese gustado que se dijera y NO se dijo. ¿Qué falta? ¿Un Quijote enamorado de Sancho[2]? ¿Una Helena de Troya que mantiene un romance clandestino con la desafortunada Creúsa? ¿Un Ariel convertido en Calibán, sólo porque Calibán nos gusta más?
En suma, y para que quede claro, el problema no es lo que el progresismo escribe, sino lo que reescribe. Todos tienen el derecho de contar sus historias y de expresar sus ideas en ellas. Lo que no está bien es imponer sus ideas a las historias de otros, y esto se aplica a todas las posturas e ideologías. ¿Nos gustaría, acaso, que se le hiciera decir a Ulises que el objetivo de su regreso a Ítaca no es encontrarse con Penélope, su esposa, y con Telémaco, su hijo, sino construir un templo para Yavé de los Ejércitos en agradecimiento por la victoria que les otorgó en Troya?
Por favor, escritores de hoy: inventen sus propias ficciones. No tergiversen lo que otros autores hicieron ya muy bien. Si ustedes son mejores, si esta época es mejor que las anteriores, entonces creen historias nuevas, que les ganen a las historias pasadas, tan malas como para necesitar ser cambiadas. El pasado habrá sido lo que fue, pero al menos inventaba sus contenidos.
Tienen millones de dólares de sobra, úsenlos como
corresponde.
[1] El caso de Cenicienta es interesante, ya que no es la primera vez que se vuelve
a contar la historia con cambios en los personajes, como se puede ver en la versión de la ABC de 1997.
[2] Un camino que ya se empezó a
recorrer con la película de 2018 El
hombre que mató a don Quijote, dirigida por Terry Gilliam.