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Tengo una tendencia a centrarme en el final de las cosas. Muchas veces, esa tendencia hace que me sofoque y caiga en crisis de ansiedad. Me dijeron que eso tal vez se debiera a mi inclinación a escribir. Cuando uno escribe, al menos en mi caso, suele tener definido el comienzo y el final del relato. Lo del medio viene después. Por supuesto que, según cómo avance el relato, el final podrá mantenerse o cambiar (generalmente cambia), pero uno siempre cuenta con la seguridad de que sabe, más o menos, hacia donde se encamina. Con la vida no ocurre eso. No sabemos hacia donde vamos, o si nos engañamos y nos decimos que tenemos el camino definido, somos conscientes de que cualquier eventualidad puede salirnos al paso y arrebatarnos las metas. Tal vez, como escritor me cueste aceptar que no tengo el dominio de mi vida. Cuando uno escribe, tiene la convicción (sea ésta ilusoria o no) de que el final depende de uno, cuando uno vive está sujeto a las voluntades ajenas y a las innumerables contingencias.
Por un tiempo pensé que esto era algo mío. Uno de mis mambos, digamos. Pero después de elevar un poco la vista y de mirar a mi alrededor, me di cuenta de que no era así. El enfoque en el final de las cosas es una construcción social e histórica, que por fuerza compartimos todos. Veamos unos ejemplos: cuando le decimos a alguien lo que estudiamos, la pregunta que viene a continuación es «¿Y cuánto te falta?» o, en su defecto, «¿De qué vas a laburar después?» (los que estudien alguna carrera humanística habrán oído esta pregunta más de una vez); cuando vemos que dos personas incompatibles se ponen de novios no decimos «Se van a llevar a las trompadas» (cosa que se centraría en el proceso), sino «Les veo poca vida juntos» (cosa que se centra en el final); es, ni más ni menos, la metáfora de la vida como camino, que necesariamente conduce a alguna parte.
Siempre estamos viendo hacia adelante, siempre hacia el final (o hacia un determinado final, que a su vez puede conducir a otros). Por eso es mentira cuando se dice que un padre no está preparado para enterrar a un hijo, ya que desde que éste nace lo único que hace el padre es prepararse para ese momento. Si después ese dolor es tan fuerte que vuelve inútil cualquier anticipación, ése es otro tema. ¿A qué se deben los miedos, los cuidados excesivos, las obsesiones, sino a evitar ese final que desde un primer momento estamos previendo? Si ese final llega, todo lo que hayamos hecho no servirá; si no viene, seguiremos esperándolo.
Las personas ven esto con más o menos conciencia. Algunos lo negarán, pero después los veremos caer en estas conductas «dirigidas». El hecho de que sea algo que se nos inculca desde pequeños (y a nuestros padres desde pequeños, y a nuestros abuelos desde pequeños, etc.) hace que no se pueda ver con claridad. Además, los tiempos que corren no hicieron más que empeorar la situación, ya que al tema del final se le sumó el de la velocidad: siempre tenemos que llegar a algún lado, y encima tenemos que hacerlo rápido.
Existe una contracara de la cuestión que no la niega, sino que la reafirma. Es el miedo a envejecer. Después de determinada edad, lo único que se desea es lograr la inmovilidad. Cirugías, vestimentas, accesorios no hacen más que impedir que el tiempo avance, pero siempre con la vista enfocada en ese final (en este caso, el final de la juventud) que no se quiere alcanzar. Jamás se mira el presente, porque el presente es siempre un camino para lo que está adelante. Y lo que está adelante es siempre la muerte, de una u otra forma.
En fin, me pregunto cuál es el fin de la vida. ¿El fin de la vida es el fin o es otra cosa? Creo que debería ser otra cosa, aunque no pretendo descifrarlo aquí. Después de todo, la pregunta sobre el sentido de la vida traspasó las generaciones sin obtener una respuesta satisfactoria. ¿Qué podemos hacer nosotros? Al menos por ahora, podemos repetirnos la fórmula del Carpe diem, que aunque intente aprovechar el presente no deja de tener presente el final (que, según el momento histórico, será la vejez o la muerte). Mientras tanto, escucho la voz de Andrés Calamaro que dice: «Todo lo que termina, termina mal».
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18 de mayo de 2009
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