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Escribo estas líneas porque tengo la necesidad de contar lo que estoy a punto de contar. Pido disculpas por anticipado si este escrito no cumple con un mínimo de calidad, pero la verdad es que la escritura no es lo mío. Soy pintor. Me encantaría poder comunicar esto con una pintura, pero es imposible, al menos para mí. Necesito que me entiendan, y para que me entiendan tengo que contar. No sé muy bien cómo hacerlo, pero supongo que lo iré descubriendo a medida que vaya escribiendo.
Por lo pronto, mi nombre no viene al caso. Lo único que importa es el descubrimiento que hice y que ahora voy a compartir. Antes de pasar a explicar en qué consistió este descubrimiento, quiero dejar en claro que ya lo comprobé. De no haberlo hecho, me hubiese convencido de que todo fue producto de mi (alterada) imaginación y hubiera, de seguro, buscado ayuda profesional. No niego que necesite esa ayuda, pero no por mi descubrimiento, al menos. Como dije, mi descubrimiento ya está comprobado, y aunque les ponga los pelos de punta, aunque les cueste creerlo, tienen que saber que es verdad.
En fin, primero diré en qué consiste y después explicaré cómo me topé con él. Mi descubrimiento es fácil de exponer: el mundo está regido por leyes. Hasta aquí, cualquiera podría decirme «¡Chocolate por la noticia!», pero la verdad es que estas leyes que menciono son bastante más numerosas y diversas de lo que se puede llegar a creer. No soy un conocedor del tema, pero sí sabía que el hombre ya había descubierto algunas leyes. Está la ley de gravedad, la ley de la termodinámica, la ley de atracción y unas cuantas leyes más que, por no saber mucho al respecto, se me pasan por alto. Ahora bien, todas estas leyes, como bien supieron definir los científicos, son universales; pero, a diferencia de lo que se suele creer, no son eternas. Es decir, rigen el mundo ahora, hoy por hoy, pero no lo han hecho siempre y tal vez no lo hagan por mucho tiempo más. De seguro un día, cuando menos lo esperemos, dejaremos caer una manzana y ésta se estrellará de lleno contra el techo. Sí, puede ser. Sólo hace falta que una nueva ley irrumpa en el mundo y anule la ley de gravedad, eso es todo. Y eso puede pasar en cualquier momento. Tal vez esté pasando ahora.
La cuestión es que las leyes no existen desde siempre. Nacen como consecuencia de la aparición de un nuevo objeto en el mundo (cualquiera, desde la construcción de una bicicleta a la fabricación de un tornillo, desde la edificación de una casa a la generación de un nuevo vacío dejado por la tala de un árbol). Así nacen, nacieron y nacerán todas las leyes que gobiernan, gobernaron y gobernarán el mundo. Se podría preguntar entonces: dado que en el mundo constantemente se están produciendo nuevos objetos, ¿entonces eso significa que constantemente se están generando nuevas leyes? La respuesta es sí, sólo que la mayoría de esas leyes, si bien universales (es decir que si se cumple con sus premisas funcionarán en cualquier parte), son demasiado específicas como para que el ser humano las descubra, salvo en el caso de una casualidad, como fue mi caso y como es el caso de la mayoría de los descubrimientos. Así, la humanidad desconoce el 99,9% de las leyes universales, y supongo que está bien que así sea. De lo contrario, las consecuencias (dada la maldad de la gente) serían devastadoras. Es una suerte que haya sido yo el que descubrió esta forma de funcionar del mundo. Digo suerte como antes dije casualidad, a falta de otras palabras. Ambas, en rigor, son igualmente falsas.
Antes de contar cómo fue que descubrí esto, quisiera compartir con ustedes algunas de las leyes que aprendí y que el resto de las personas desconocen. Por ejemplo, si se introduce un cuchillo de mango de madera con una cruz de metal en él en un tomacorriente una noche sin luna, no pasa nada; si se le corta una pata a un gato gris de ojos verdes una tarde de otoño de un día par de un mes impar de un año terminado en 8, al gato le volverá a crecer la pata; si alguien se deja caer de la terraza de un edificio de siete pisos, donde abajo haya un taxi estacionado esperando a un pasajero de sexo femenino al que le duela la muela, esa persona podrá planear hasta descender sana y salva sobre el pavimento; o si alguien que tiene cáncer de hígado introduce su mano derecha en medio de llamas por cinco segundos una tarde en que se casan por iglesia dos jóvenes infieles (ambos infieles), ese alguien se quemará, pero se habrá curado de su enfermedad. Éstas son algunas de las leyes que conocí a partir de mi descubrimiento, y llegó el momento de contar cómo fue que sucedió.
Antes hablé de suerte y casualidad porque no sabía cómo explicarlo. En realidad, todo se debió a que sufro de lo que comúnmente se denomina TOC: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Nunca fui a un doctor para que me lo diagnosticara, pero no necesito hacerlo para saber que lo padezco. Hago cosas que se corresponden con esa patología, como salir de mi casa, cerrar la puerta, irme y después volver (una, dos, hasta tres veces) para ver si la puerta está cerrada. Una de estas obsesiones-compulsiones fue la que me llevó a conocer a los (y uso esta palabra a falta de otra) duendes, que me dijeron cómo funcionaba el mundo.
Recuerdo que me acosté temprano, a eso de las once de la noche, porque al otro día tenía que trabajar. A los pocos segundos me levanté de la cama y me dirigí a la cocina para ver si había dejado alguna hornalla encendida. Al ver que no, volví a la cama. A los pocos segundos volví a levantarme para ver si había dejado el gas abierto (no fuera que hubiera una fuga). Al ver que la llave de gas estaba cerrada volví a la cama. Dos veces más me levanté para ir a la cocina, la primera para corroborar que el termotanque no se hubiese apagado (me había pasado una vez) y la otra para cerciorarme de que la puerta de la heladera estuviese cerrada (nunca se sabe). Fue en esta cuarta visita en que vi a los duendes. Mi primera reacción fue sobresaltarme, pensando en que habían entrado ladrones a mi casa, pero enseguida noté que esos dos sujetos (para llamarlos de alguna manera) no eran humanos. Eran muy pequeños para serlo, con las manos y los pies muy grandes, y además eran muy peludos y vestían de una forma muy irregular, con una especie de malla enteriza que dejaba a la vista partes poco convencionales del cuerpo.
«No te asustes», me dijo uno. También me dijeron sus nombres, pero a fuerza de ser honesto no los entendí bien; eran sonidos raros que no podría recordar y mucho menos escribir. Ellos me dijeron que yo, sin saberlo, había cumplido la ley para verlos (que no sólo se limitaba a un ir y venir de la habitación a la cocina, sino que también se debía cumplir con una serie de actos que yo había llevado a cabo sin darme cuenta y que no develaré aquí para no poner en peligro la existencia del mundo). Sin saberlo, había cumplido la ley que me permitiría conocer las leyes que mueven y mantienen al mundo. Estos duendes me dijeron que su raza convive en paz con la nuestra, aunque no podamos verlos. Fueron ellos los que me mostraron todas las leyes que expuse más arriba, y muchas más, que no pondré aquí por ser fiel a la convicción que vengo repitiendo. ¿Qué pasaría si alguien que no tiene buenas intenciones se enterara de que haciendo esto o aquello podría hacer que el mundo simplemente explote? Chernobil fue la consecuencia de que en una parte del mundo, alguien, sin saberlo, hizo lo que no tendría que haber hecho.
Los duendes, entonces, me dijeron lo que aquí acabo de contar. Cada nuevo objeto produce leyes que pueden o no estar relacionadas con ese objeto[*]. Me pregunto qué ley o leyes producirá este escrito. Por un lado me da cierta emoción, pero por otro me da bastante miedo. Tal vez vaya al encuentro de los duendes y les pregunte.
Y esto era lo que quería contarles. Se trata de algo tan curioso e impresionante que no podía guardármelo para mí. Elegí la escritura porque era lo único que me permitía, al mismo tiempo, contar, explicar y ordenar las ideas. Resta únicamente decirles cómo fue que comprobé lo que me dijeron los duendes. Básicamente, probé con una de las tantas leyes que me compartieron. En ella se decía que si un hombre sumergía la cabeza en una bañadera con agua fría, sosteniendo en su mano derecha un crucifijo de madera con la imagen de metal de Cristo crucificado y en su mano izquierda un par de anteojos de sol, entonces ese hombre iba a poder respirar por su boca durante tres aspiraciones debajo del agua. Aunque nadie lo crea, yo hice todo eso y pude respirar esas tres veces. Fue una sensación rara; absorbía agua por la boca e inmediatamente podía sentir cómo salía por mi nariz, aunque mis pulmones se llenaban de aire. Por supuesto que sólo pude dar esas tres aspiraciones, ya que quise seguir y casi me ahogo. Me atraganté y estuve un buen rato tosiendo. Pero esto no es lo importante. Lo importante es que hice lo que los duendes me dijeron que haga y pude respirar tres veces abajo del agua. No tengo dudas de que el resto de las leyes son tan verdaderas como la que yo mismo pude corroborar.
Y una vez más, esto era lo que quería contarles. Aunque sé que no puedo esperar que todos me crean (yo mismo no sé si lo haría), les agradezco que al menos me hayan dedicado unos minutos.
Gracias.
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Me siento muy mal. No sé con qué palabras decir esto. Voy a tratar de ser lo más claro y breve posible.
Anoche, después de escribir el texto anterior y de colgarlo en la web, volví a ver a los duendes. Allí estaban, en la cocina, igual que la otra vez. Quería preguntarles, por curiosidad, qué ley había generado el texto que había escrito. Ellos me dijeron que había sido muy prudente en buscarlos después de haber creado un objeto nuevo, porque por él se generó una ley que lo afecta directamente. No sé cómo decir esto. La ley que mi escrito produjo indica que yo, el autor, debo dar ocho vueltas a la manzana de mi casa (la casa en donde se escribió el texto) todo los días. Si no lo hago, ¡por Dios!, si no lo hago todo aquel que haya leído el texto se quedará ciego. Se le atrofiarán los nervios ópticos, así nomás, sin importar edad, raza o sexo. Te prometo, lector, que voy a hacer todo lo posible para que no te pase nada. Incluso quise borrar el escrito antes de que muchas personas lo lean, pero los duendes me dijeron que su eliminación iba a ir a la par con la eliminación del autor, y yo no quiero morir.
Perdón.
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El texto está circulando, a pesar de mis esfuerzos para que no suceda. Un muchacho lo subió a su blog de Internet y ahora está afuera de mi alcance. Hace ya dos meses que doy las ocho vueltas manzanas, sin importar el frío o la lluvia. Por mi parte, yo sigo y seguiré esforzándome para que a nadie le pase nada. Sólo espero que las personas hayan seguido mi consejo, o mejor dicho mi súplica, del título (única cosa que, según los duendes, podía hacer para disuadir a la gente). Sólo espero que no hayan leído el texto. Aunque, si llegaste hasta acá, no es entonces tu caso.
Perdón.
Por lo pronto, mi nombre no viene al caso. Lo único que importa es el descubrimiento que hice y que ahora voy a compartir. Antes de pasar a explicar en qué consistió este descubrimiento, quiero dejar en claro que ya lo comprobé. De no haberlo hecho, me hubiese convencido de que todo fue producto de mi (alterada) imaginación y hubiera, de seguro, buscado ayuda profesional. No niego que necesite esa ayuda, pero no por mi descubrimiento, al menos. Como dije, mi descubrimiento ya está comprobado, y aunque les ponga los pelos de punta, aunque les cueste creerlo, tienen que saber que es verdad.
En fin, primero diré en qué consiste y después explicaré cómo me topé con él. Mi descubrimiento es fácil de exponer: el mundo está regido por leyes. Hasta aquí, cualquiera podría decirme «¡Chocolate por la noticia!», pero la verdad es que estas leyes que menciono son bastante más numerosas y diversas de lo que se puede llegar a creer. No soy un conocedor del tema, pero sí sabía que el hombre ya había descubierto algunas leyes. Está la ley de gravedad, la ley de la termodinámica, la ley de atracción y unas cuantas leyes más que, por no saber mucho al respecto, se me pasan por alto. Ahora bien, todas estas leyes, como bien supieron definir los científicos, son universales; pero, a diferencia de lo que se suele creer, no son eternas. Es decir, rigen el mundo ahora, hoy por hoy, pero no lo han hecho siempre y tal vez no lo hagan por mucho tiempo más. De seguro un día, cuando menos lo esperemos, dejaremos caer una manzana y ésta se estrellará de lleno contra el techo. Sí, puede ser. Sólo hace falta que una nueva ley irrumpa en el mundo y anule la ley de gravedad, eso es todo. Y eso puede pasar en cualquier momento. Tal vez esté pasando ahora.
La cuestión es que las leyes no existen desde siempre. Nacen como consecuencia de la aparición de un nuevo objeto en el mundo (cualquiera, desde la construcción de una bicicleta a la fabricación de un tornillo, desde la edificación de una casa a la generación de un nuevo vacío dejado por la tala de un árbol). Así nacen, nacieron y nacerán todas las leyes que gobiernan, gobernaron y gobernarán el mundo. Se podría preguntar entonces: dado que en el mundo constantemente se están produciendo nuevos objetos, ¿entonces eso significa que constantemente se están generando nuevas leyes? La respuesta es sí, sólo que la mayoría de esas leyes, si bien universales (es decir que si se cumple con sus premisas funcionarán en cualquier parte), son demasiado específicas como para que el ser humano las descubra, salvo en el caso de una casualidad, como fue mi caso y como es el caso de la mayoría de los descubrimientos. Así, la humanidad desconoce el 99,9% de las leyes universales, y supongo que está bien que así sea. De lo contrario, las consecuencias (dada la maldad de la gente) serían devastadoras. Es una suerte que haya sido yo el que descubrió esta forma de funcionar del mundo. Digo suerte como antes dije casualidad, a falta de otras palabras. Ambas, en rigor, son igualmente falsas.
Antes de contar cómo fue que descubrí esto, quisiera compartir con ustedes algunas de las leyes que aprendí y que el resto de las personas desconocen. Por ejemplo, si se introduce un cuchillo de mango de madera con una cruz de metal en él en un tomacorriente una noche sin luna, no pasa nada; si se le corta una pata a un gato gris de ojos verdes una tarde de otoño de un día par de un mes impar de un año terminado en 8, al gato le volverá a crecer la pata; si alguien se deja caer de la terraza de un edificio de siete pisos, donde abajo haya un taxi estacionado esperando a un pasajero de sexo femenino al que le duela la muela, esa persona podrá planear hasta descender sana y salva sobre el pavimento; o si alguien que tiene cáncer de hígado introduce su mano derecha en medio de llamas por cinco segundos una tarde en que se casan por iglesia dos jóvenes infieles (ambos infieles), ese alguien se quemará, pero se habrá curado de su enfermedad. Éstas son algunas de las leyes que conocí a partir de mi descubrimiento, y llegó el momento de contar cómo fue que sucedió.
Antes hablé de suerte y casualidad porque no sabía cómo explicarlo. En realidad, todo se debió a que sufro de lo que comúnmente se denomina TOC: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Nunca fui a un doctor para que me lo diagnosticara, pero no necesito hacerlo para saber que lo padezco. Hago cosas que se corresponden con esa patología, como salir de mi casa, cerrar la puerta, irme y después volver (una, dos, hasta tres veces) para ver si la puerta está cerrada. Una de estas obsesiones-compulsiones fue la que me llevó a conocer a los (y uso esta palabra a falta de otra) duendes, que me dijeron cómo funcionaba el mundo.
Recuerdo que me acosté temprano, a eso de las once de la noche, porque al otro día tenía que trabajar. A los pocos segundos me levanté de la cama y me dirigí a la cocina para ver si había dejado alguna hornalla encendida. Al ver que no, volví a la cama. A los pocos segundos volví a levantarme para ver si había dejado el gas abierto (no fuera que hubiera una fuga). Al ver que la llave de gas estaba cerrada volví a la cama. Dos veces más me levanté para ir a la cocina, la primera para corroborar que el termotanque no se hubiese apagado (me había pasado una vez) y la otra para cerciorarme de que la puerta de la heladera estuviese cerrada (nunca se sabe). Fue en esta cuarta visita en que vi a los duendes. Mi primera reacción fue sobresaltarme, pensando en que habían entrado ladrones a mi casa, pero enseguida noté que esos dos sujetos (para llamarlos de alguna manera) no eran humanos. Eran muy pequeños para serlo, con las manos y los pies muy grandes, y además eran muy peludos y vestían de una forma muy irregular, con una especie de malla enteriza que dejaba a la vista partes poco convencionales del cuerpo.
«No te asustes», me dijo uno. También me dijeron sus nombres, pero a fuerza de ser honesto no los entendí bien; eran sonidos raros que no podría recordar y mucho menos escribir. Ellos me dijeron que yo, sin saberlo, había cumplido la ley para verlos (que no sólo se limitaba a un ir y venir de la habitación a la cocina, sino que también se debía cumplir con una serie de actos que yo había llevado a cabo sin darme cuenta y que no develaré aquí para no poner en peligro la existencia del mundo). Sin saberlo, había cumplido la ley que me permitiría conocer las leyes que mueven y mantienen al mundo. Estos duendes me dijeron que su raza convive en paz con la nuestra, aunque no podamos verlos. Fueron ellos los que me mostraron todas las leyes que expuse más arriba, y muchas más, que no pondré aquí por ser fiel a la convicción que vengo repitiendo. ¿Qué pasaría si alguien que no tiene buenas intenciones se enterara de que haciendo esto o aquello podría hacer que el mundo simplemente explote? Chernobil fue la consecuencia de que en una parte del mundo, alguien, sin saberlo, hizo lo que no tendría que haber hecho.
Los duendes, entonces, me dijeron lo que aquí acabo de contar. Cada nuevo objeto produce leyes que pueden o no estar relacionadas con ese objeto[*]. Me pregunto qué ley o leyes producirá este escrito. Por un lado me da cierta emoción, pero por otro me da bastante miedo. Tal vez vaya al encuentro de los duendes y les pregunte.
Y esto era lo que quería contarles. Se trata de algo tan curioso e impresionante que no podía guardármelo para mí. Elegí la escritura porque era lo único que me permitía, al mismo tiempo, contar, explicar y ordenar las ideas. Resta únicamente decirles cómo fue que comprobé lo que me dijeron los duendes. Básicamente, probé con una de las tantas leyes que me compartieron. En ella se decía que si un hombre sumergía la cabeza en una bañadera con agua fría, sosteniendo en su mano derecha un crucifijo de madera con la imagen de metal de Cristo crucificado y en su mano izquierda un par de anteojos de sol, entonces ese hombre iba a poder respirar por su boca durante tres aspiraciones debajo del agua. Aunque nadie lo crea, yo hice todo eso y pude respirar esas tres veces. Fue una sensación rara; absorbía agua por la boca e inmediatamente podía sentir cómo salía por mi nariz, aunque mis pulmones se llenaban de aire. Por supuesto que sólo pude dar esas tres aspiraciones, ya que quise seguir y casi me ahogo. Me atraganté y estuve un buen rato tosiendo. Pero esto no es lo importante. Lo importante es que hice lo que los duendes me dijeron que haga y pude respirar tres veces abajo del agua. No tengo dudas de que el resto de las leyes son tan verdaderas como la que yo mismo pude corroborar.
Y una vez más, esto era lo que quería contarles. Aunque sé que no puedo esperar que todos me crean (yo mismo no sé si lo haría), les agradezco que al menos me hayan dedicado unos minutos.
Gracias.
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Me siento muy mal. No sé con qué palabras decir esto. Voy a tratar de ser lo más claro y breve posible.
Anoche, después de escribir el texto anterior y de colgarlo en la web, volví a ver a los duendes. Allí estaban, en la cocina, igual que la otra vez. Quería preguntarles, por curiosidad, qué ley había generado el texto que había escrito. Ellos me dijeron que había sido muy prudente en buscarlos después de haber creado un objeto nuevo, porque por él se generó una ley que lo afecta directamente. No sé cómo decir esto. La ley que mi escrito produjo indica que yo, el autor, debo dar ocho vueltas a la manzana de mi casa (la casa en donde se escribió el texto) todo los días. Si no lo hago, ¡por Dios!, si no lo hago todo aquel que haya leído el texto se quedará ciego. Se le atrofiarán los nervios ópticos, así nomás, sin importar edad, raza o sexo. Te prometo, lector, que voy a hacer todo lo posible para que no te pase nada. Incluso quise borrar el escrito antes de que muchas personas lo lean, pero los duendes me dijeron que su eliminación iba a ir a la par con la eliminación del autor, y yo no quiero morir.
Perdón.
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El texto está circulando, a pesar de mis esfuerzos para que no suceda. Un muchacho lo subió a su blog de Internet y ahora está afuera de mi alcance. Hace ya dos meses que doy las ocho vueltas manzanas, sin importar el frío o la lluvia. Por mi parte, yo sigo y seguiré esforzándome para que a nadie le pase nada. Sólo espero que las personas hayan seguido mi consejo, o mejor dicho mi súplica, del título (única cosa que, según los duendes, podía hacer para disuadir a la gente). Sólo espero que no hayan leído el texto. Aunque, si llegaste hasta acá, no es entonces tu caso.
Perdón.
[*] Me gustaría hacer una especificación. Como dije, la aparición de un nuevo objeto genera una nueva ley. Por supuesto, esto pertenece a su vez a una ley (que dice que todo objeto nuevo genera una ley nueva), por lo que no sabemos si va a estar vigente por siempre. Tal vez salga una nueva ley que la anule, y todo lo que escribí acá pierda vigencia y carezca de sentido.
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© Lucas Berruezo
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Excelente relato y de paso te comento que tu narrativa es excepcional!! te sigo hace poco pero creo haber llegado para quedarme...
ResponderEliminarAlan Afuera
Gracias por el cumplido, Alan. Me alegro de que te gusten los relatos.
ResponderEliminarSaludos.
Pues, sí. Todo al crearse tiene esa sentencia.
ResponderEliminarEstá bueno tu relato.
Saludos.