“Ángel de la guarda” de Bartolomé Esteban Murillo (1665-1666) |
La maestra
abrazó a Benjamín, mi hijo, le dio un sonoro beso en la mejilla y le entregó un
enorme globo amarillo. Benja, ya deseoso de irse, salió corriendo de la sala de
5 años del Jardín Municipal Nº 12 con una sonrisa enorme y el globo entre sus
manos. Después, la rutina de todos los días: revisar que todo estuviera en
condiciones (el cuaderno en la mochila naranja, la campera en el perchero) y
salir a la calle para volver a casa.
Ya en la vereda, me encontré con una mamá del jardín, con la que empecé
a hablar sobre cuestiones que ya hoy no recuerdo, pero que con toda seguridad
versaban sobre el día a día de los chicos. Fue entonces cuando Benja empezó a
lanzar el globo hacia arriba y a perseguirlo según lo llevara el viento. Sin
perderlo de vista, yo me debatía entre la educación de hacer callar a la mamá y
la desesperación de ver que Benja se alejaba más y más por la vereda. Cuando ya
estuvo lo suficientemente lejos, dejé de lado mis tapujos y, levantando una
mano, interrumpí a la mujer, al tiempo que le gritaba con todas mis fuerzas a
mi hijo para que volviera. Por supuesto que no lo hizo, sino que siguió en pos
de su juguete. Seguí gritando, hasta que pude ver cómo el globo cambiaba de
trayectoria y se acercaba peligrosamente hacia la calle. Benjamín, pendiente
sólo de él, bajó el cordón y se perdió entre dos autos estacionados.
Grité, desesperado y en vano, y
empecé a correr hacia donde estaba mi hijo, sabiendo que si él seguía caminando
no había nada que yo pudiera hacer. Sólo lograba ver el globo amarillo, flotando
por encima de los autos, en dirección a la calle…
No voy a mentirles, en ese momento
no pensé en nada más que en mi hijo y en el peligro que corría. Sólo después se
me vendría a la mente la semejanza de la escena que estaba viviendo con la de Cementerio
de animales de Stephen King. Cuando dicha
escena se me presentó, el peligro ya había pasado, aunque las piernas todavía
me temblaban y el corazón no había disminuido el ritmo de sus latidos.
En fin, me había quedado en el momento
en que el globo se acercaba peligrosamente a la calle. No podía ver a mi hijo,
ya que estaba entre dos autos estacionados, pero no dudaba de que su atención
estaba centrada exclusivamente en el puto globo y que lo iba a seguir a dondequiera
que fuera. Y entonces, lo imposible. Cuando el globo ya había sobrepasado los
autos y estaba sobre la calle, cambió de dirección de manera abrupta y volvió hacia
la vereda. Detrás de él, corriendo, apareció mi hijo, saliendo de entre los
autos. Cuando llegué, él ya tenía el globo entre las manos y estaba tan seguro
como se podía estar en una vereda de la localidad de Morón.
Volvimos finalmente hasta donde
estaba la mamá del jardín, quien, ante mi sorpresa, estaba más pálida que yo.
–¿Qué pasa? –le pregunté.
Ella me miró, confundida.
–¿No lo viste? –me preguntó a su
vez.
–¿Qué cosa?
En un primer instante, pensé que se
refería a alguna persona que, oculta a mi mirada por los autos, le había dado un
manotazo al globo para que regresara a la vereda, ya que su cambio de trayectoria había sido
abrupto y (al menos en ese momento me lo pareció) físicamente imposible. Sólo la
intervención directa de una fuerza hubiera podido hacerlo cambiar de dirección
de esa manera. Pero no, la mamá del jardín no se refería a eso.
–El camión –dijo–. Venía un camión.
Si Benja seguía, lo agarraba.
–¿Y la persona? –le pregunté.
–¿Qué persona?
–La que le pegó al globo. Si Benja
hubiese seguido, ella lo habría agarrado.
–Lucas –dijo la mujer, sin recuperar
todavía el color–. Yo bajé a la calle para mirar y, a parte del camión que venía,
ahí no había nadie.
El golpe emocional que recibí fue
inmediato y contundente. Las piernas me temblaron todavía más y la sensación de
estar flotando se incrementó. Si ahí no había nadie, ¿cómo el globo había
cambiado de dirección de esa manera imposible?
Traté de disimular mi confusión.
Saludé a la mujer y me fui con mi hijo a la parada del colectivo, para volver a
casa. Estaba tan consternado que en vez de agradecer el «milagro» del globo,
agradecí a Dios no haber visto el camión.
***
Pensé en esta sección
para contar historias verdaderas de personas verdaderas a las que les hubiese
pasado algo que se pudiera considerar (o que ellas mismas consideraran)
paranormal. Hasta el momento, tengo recopiladas varias experiencias de gente
cercana a mí, aunque todavía no me senté a darles forma. Ahora, sin embargo, quiero
escribir sobre mí o, mejor dicho, sobre mi hijo (que siempre es una forma de
escribir sobre mí). Lo que precedió y lo que sigue a continuación es una
interpretación subjetiva de una serie de hechos que me sorprendieron muchísimo.
Tal vez el lector interprete todo de una manera distinta y crea que yo,
por fin, me resbalé de la cornisa hacia el lado de la locura. Si eso es cierto,
espero no arrastrar a nadie en mi caída.
***
Todo
comenzó cuando mi esposa quedó embarazada de nuestro segundo hijo, Benjamín.
Ella siempre se encargó de los nombres, por lo que el del pequeño por venir ya
estaba decidido. Sin embargo, poco antes del parto, tuve un sueño muy extraño.
Soñé que un ángel rodeado de luz se me aparecía mientras yo todavía estaba en
la cama y me decía: «Si quieren llamar al chico “Benjamín” está bien, pero
sepan que su nombre es “Mateo”». Después, el ángel se fue y yo supongo que
desperté (en realidad no lo recuerdo), porque tengo la sensación de que no me
olvidé ningún detalle de lo soñado. Desde ese momento, mi hijo pasó a llamarse «Benjamín
Mateo».
Benja
fue creciendo y, a diferencia de su hermana mayor, tardó más de lo normal en
hablar. Cuando por fin lo hizo, sus dificultades se hicieron evidentes. No
pronunciaba correctamente y, para un oído no acostumbrado a su dicción, era
poco menos que incomprensible. Por eso, cuando nos contó que tenía un amigo
imaginario llamado «A», cuyo nombre recogía el sonido más simple de todos los
sonidos, creímos que no era más que una consecuencia esperable en alguien que
todavía no podía modular correctamente. Y la vida continuó, con los sobresaltos
de todos los días, destinados a convertirse, en su mayoría, en olvido y, en su
minoría, en relatos. Benja siguió creciendo (sigue creciendo), luchando,
tratamientos fonoaudiológicos de por medio, contra su dificultad para hablar.
«A» continuó presente durante un buen tiempo, y ahora sólo es mencionado al
pasar, muy de vez en cuando.
***
Hace
poco, mi esposa estaba leyendo sobre los ángeles de la guarda y sobre qué ángel
le corresponde a cada persona según su fecha de nacimiento. Honestamente, no
creo mucho en esas cosas, pero cuando llegó al ángel de la guarda de Benjamín quedamos más que sorprendidos. Teniendo en cuenta su natalicio, el ángel de la
guarda de mi hijo es un querubín y se llama «Hahaiah». Me pregunto como puede
escuchar y reproducir el nombre «Hahaiah» un nene que apenas puede hablar, con
una «h» que bien puede ser muda y una «i» que se pierde entre la abundancia de
la primera de las vocales. Y sí, si me preguntan a mí, un nene de esas
características bien puede reproducir ese nombre con una simple «A».
Yo
solamente me pregunto: ¿Fue «A» quien
empujó ese puto globo amarillo, devolviéndolo, de una forma imposible, a la
vereda?
Si fue así, gracias, «A».
Benja sigue bien.
Increíble historia, casi para poner la piel de gallina.
ResponderEliminar