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17 de diciembre de 2008

SE DESPERTÓ ESA NOCHE…

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I


        «¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!», se decía para sí la joven en su alocada carrera. Corría atropelladamente, tropezándose con los cordones de las veredas y con las plantas que, de tanto en tanto, se le interponían en el camino. «¡No mirés para atrás! ¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!».

        Cruzó una avenida sin mirar. Un Chevrolet Corsa le frenó a escasos centímetros de su cuerpo, su dueño se asomó por la ventanilla y la insultó. La muchacha no lo escuchó, después de detenerse unos segundos y de mirar al auto sin verlo, comenzó, una vez más, su carrera.

        Atravesó esquinas oscuras, donde jóvenes sospechosos la observaban pasar, confundidos. Cruzaba las calles sin mirar; tenía suerte, eran las tres de la madrugada de un miércoles de frío intenso, prácticamente no había autos circulando.

        Iba corriendo por la mitad de una desolada cuadra cuando se chocó contra el enorme cuerpo de un hombre que salía de una casa. La muchacha rebotó y dio contra la pared de la misma. El hombre, si bien permaneció incólume, se sujetó el rostro con ambas manos, donde había recibido un cabezazo.

        –¡¿Qué te pasa, piba?! ¡¿Estás loca o qué?! –gritó el hombre, observando sus manos en busca de rastros de sangre.

        La joven permaneció en silencio.

        –¡Te pregunté qué... –comenzó a decir el hombre, pero calló al ver el rostro de la muchacha. No parecía tener más de veinte años, estaba cubierta de sangre y tenía unos ojos azules abiertos en extremo, completamente desencajados.

        –¡¿Qué mierda?! –exclamó, nuevamente, el hombre.

        La muchacha tenía una expresión que reflejaba un vivo terror. De repente, comenzó a jadear, cada vez más y más fuerte hasta que el jadeo se convirtió en un gritó. Se tomó su cabeza con ambas manos y cerró los ojos en una expresión de dolor.

        –¡No me lo puedo sacar de encima! –dijo–. ¡Me va a agarrar! ¡¡Me va a agarrar!!

        –¡¿Pero qué te pasa, loca de mierda?! –dijo el hombre ingresando a la casa de la que había salido.

        La muchacha comenzó a llorar con fuerza.

        –¡No me deje! –gritó–. ¡No me lo puedo sacar de encima! ¡No me deje!

        El hombre cerró la puerta y no volvió a salir. La joven, por su parte, miró hacia atrás y adelante repetidas veces, se apoyó contra la pared con su brazo derecho, tomó aire y volvió a correr.

        Avanzó sólo unas cuadras más. Poco a poco, las fuerzas la fueron abandonando. Cruzó una bocacalle y desde la esquina vio una luz a mitad de la cuadra. Inconscientemente se dirigió a ella. Cuando llegó, las fuerzas la abandonaron por completo. Cayó de rodillas. Antes de perder el conocimiento pudo ver un cartel, decía MAXI–KIOSCO.





II


        Carlos Aguirre tomó la foto con su mano derecha y con su izquierda acarició su barba. «Blanca», pensó, y sonrió. No podía creerlo. Era testigo de su envejecimiento... y era feliz. Miró la foto con detenimiento, allí estaba Silvina, su mujer, y Claudio y Soledad, sus dos hijos. La foto estaba ya desactualizada, Claudio tenía allí diez años y Soledad ocho. Ahora Claudio tenía veintiséis y acababa de hacerlo abuelo. «Nunca pensé que un nieto me iba a hacer tan feliz», se dijo. Miró a Soledad, con sus veinticuatro años estaba a punto de recibirse de contadora. Qué podía decir, estaba orgulloso de sus hijos. Miró entonces a Silvina, tan joven y risueña en la foto. Y de ella, qué podía decir ahora; era su compañera, su ángel, y era feliz de compartir los logros de sus hijos con ella.

        Dejó la foto detrás del mostrador, en su lugar, justo enfrente de él y al lado del equipo de mate. Su familia, desde allí, le hacía compañía en esas noches largas de invierno, mientras atendía el maxi–kiosco. Después, cuando él se iba, a las siete de la mañana, la misma foto le hacía compañía a su hijo Claudio, que lo suplantaba hasta las siete de la tarde, hora en que volvía a producirse el relevo.

        Miró el reloj que colgaba de una de las paredes del comercio: eran las tres de la mañana. Todavía faltaba mucho para que acabara su turno, y la pequeña estufa eléctrica no alcanzaba para calentar la totalidad del ambiente.

        Observó la calle delante del mostrador: estaba desierta. Comenzaba a creer que era inútil permanecer abierto toda la noche. En términos exactos, no llegaba a vender ni la mitad de lo que se vendía durante el día. Pero bueno, nunca se sabía, había que aguantar, y más ahora que la familia acababa de agrandarse. Tenían que trabajar al máximo para darle al pequeño Alex todo lo que necesitaba.

        Continuó observando el exterior: nadie pasaba por allí. A decir verdad, le daba un poco de miedo trabajar a esas horas solo. Si bien el barrio era tranquilo, Almagro nunca había sido un barrio peligroso, y tenía una reja que impedía el ingreso de la gente al local, sabía que se estaban viviendo momentos difíciles en el país. Además, temía perderse la niñez de su nieto, como hacía veintipico de años había temido perderse la de sus hijos. Por suerte eso no había sucedido, y esperaba que aquello tampoco sucediera. Por otra parte, nunca lo habían asaltado en los diecisiete años en que había trabajado en el maxi–kiosco, llamado en un comienzo, simplemente, kiosco. No tenía que pensar en eso. No tenía por qué pasarle nada malo.

        Volvió a tomar la foto de detrás del mostrador y la observó, una vez más, con detenimiento. No pudo evitar sonreír. No podía esperar a llevar la foto de Alex, su nieto, para que también le hiciera compañía. Alex, su nieto. Su nieto. No se cansaba de repetirlo.

        Estaba pensando en esto cuando oyó un ruido que provenía de la vereda. Se trataba de un ruido seco, como un golpe. Carlos se puso de pie, dejó el portarretrato en su lugar y se acercó a la reja de la entrada del local. Una vez allí se sorprendió al ver a una joven, seguramente menor que su hija, acostada boca abajo en el pavimento. Sin siquiera pensarlo, se acercó al mostrador y de detrás del mismo, de un vaso de plástico verde que descansaba a pocos centímetros de la foto de su familia, extrajo un juego de llaves. Volvió al lado de la reja y la abrió. Se aproximó a la joven y haciendo un gran esfuerzo, no en vano era ya abuelo, introdujo a la muchacha al interior del local.
Cerró nuevamente la reja.





III


        Con la joven todavía en brazos, Carlos se acercó al mostrador y, de detrás de él, sacó la silla en la que estaba sentado y la colocó en el centro del local. Sentó a la muchacha en ella. Al alejarse de la joven notó que estaba cubierta de sangre coagulada, restos de esta sangre habían quedado en su propia ropa, brazo y cuello. La observó atónito, la muchacha abrió los ojos de una manera desorbitada y lo observó a su vez.

        –¿Qué te pasó? –preguntó Carlos.

        La muchacha comenzó a llorisquear lastimosamente, su boca se contraía y parecía morderse el labio inferior como buscando ahogar el llanto.

        –No me lo puedo sacar de encima –dijo entre quejidos–. Me va a agarrar, ¡no me lo puedo sacar de encima!

        –¿Quién te va a agarrar?

        La joven comenzó a llorar con más fuerza.

        –No te preocupés –dijo Carlos–, acá no puede entrar nadie. Esperá que te alcanzo algo para tomar.

        Carlos se acercó a una de las heladeras que estaban contra la pared del fondo y extrajo de ella una botellita de Pepsi. Se la acercó a la joven al tiempo que le decía:

        –No te hagás problema. Tomate esto que te va a hacer bien. Yo ya mismo estoy llamando a la policía.

        La muchacha asintió y aceptó, con manos temblorosas, la botella que le ofrecía Carlos. Por su parte, éste se acercó al mostrador y tomó de él su teléfono celular. Rápidamente marcó el 911. Lo atendió una operadora, a la que le explicó brevemente lo que había sucedido. Cuando terminó cortó la comunicación.

        –Ya viene un patrullero –dijo–. Podés quedarte tranquila. ¿Cómo te llamás?

        La joven tomaba su gaseosa con sorbos cortos. Sus manos le temblaban menos y su rostro había perdido la contracción de antes.

        –Me llamo Amanda –dijo la muchacha–. Tengo miedo de no poder sacármelo de encima. Tengo miedo de que me agarre.

        –Nadie te va agarrar –la tranquilizó Carlos–. Ya viene el patrullero.

        Esperaron unos segundos. Ambos permanecieron en silencio, hasta que, para distraerla, Carlos preguntó:

        –No tenés que contestarme, pero si querés podés contarme lo que te pasó. Si está en mí ayudarte lo voy a hacer. Aunque no sean más que palabras de apoyo lo que te pueda dar.

        Amanda respiró hondo y apoyó la botella de Pepsi en su regazo. Observó a Carlos y asintió. Respiró hondo nuevamente y su rostro se descompuso, mordió su labio inferior y volvió a respirar.

        –Sí –dijo Amanda–. Voy a contarle. A lo mejor así puedo evitar que me agarre. Todo comenzó hará no más de diez o quince minutos. Acabábamos de salir del cine con mi novio, Esteban –los labios de la joven temblaron, pero sacudió la cabeza y continuó–. Acabábamos de ver una película y él me acompañaba a mi casa, y, de golpe, vimos que un chico chiquito nos salía al paso, corriendo...





IV


        –¿Te gustó? –preguntó Esteban mientras pasaba su hombro por el cuello de su novia.

        –Más o menos –respondió ella–, ya sabés que no me gustan las películas de terror.

        –Sí, ya lo sé –concluyó él.

        Habían salido de los cines Village que estaban en Caballito, sobre la Avenida Rivadavia, a media cuadra de la Avenida Acoyte. Caminaban manteniéndose lo más juntos posible, con el fin de contrarrestar el intenso frío. Esteban miró su reloj pulsera: eran casi las dos y media de la madrugada. Del cine caminaron hasta la Avenida José María Moreno y, después de caminar dos cuadras por ésta, doblaron a su izquierda por Guayaquil, en dirección a Almagro. Estaban a unas veinte cuadras de la casa de la muchacha, Amanda.

        –A mí me gustó –dijo por fin Esteban, escondiendo su rostro debajo de su bufanda roja–. Además, me pareció una linda manera de festejar nuestro cumplemés.

        –¡Esteban! ¡¿Qué decís?! –exclamó Amanda esbozando una sonrisa–. El chico mató a la chica y la tiró al río.

        Esteban sonrió.

        –Y no te parece acaso una buena idea.

        Hacía dos años y nueve meses que Esteban y Amanda estaban de novios y juntos contaban los días para que llegara el verano, precisamente el veinticuatro de febrero, fecha en donde ambos contraerían matrimonio. Hacía un año que lo estaban planeando y todo estaba listo, tenían el salón señado, la iglesia escogida y la ilusión de una nueva vida por venir. No podían ni querían esperar más. Estaban cansados de la vida de novios, el no poder, para no contrariar a los padres de ella, dormir hasta tarde juntos, el tener que mentir cada vez que iban a un hotel, o el sufrir en exceso cada vez que Amanda tenía un atraso. Ya habían tenido mucho de eso. Además, querían estar juntos todos los días, verse todas las noches.

        –Sabés –dijo Esteban, siempre escondiéndose bajo la bufanda–, estuve pensando en la fiesta de casamiento... Podríamos alquilar un auto antiguo para que te lleve a la iglesia y para que después nos lleve al salón. Yo conozco a un señor que alquila uno, no creo que sea muy caro; además, va a ser original.

        –No sé –dijo Amanda–. Ya le dijimos a mi tío que nos lleve. Vamos a quedar re mal si ahora le decimos que no.

        –No, siempre y cuando le avisemos con tiempo. Además, quien va a preferir perderse el comienzo de la fiesta, con la comida de la entrada y todo, para andar llevando a los novios a sacarse fotos. No, haceme caso, a tu tío le vamos a hacer un favor.

        –No sé... Además...

        Amanda se quedó en silencio. Después de unos segundos, Esteban preguntó:

        –¿Además qué?

        –¿Qué es eso que viene corriendo allá? –preguntó a su vez Amanda señalando la calle que se extendía delante de ellos.

        Esteban miró para donde señalaba Amanda. A una cuadra de distancia se veía una pequeña silueta que se acercaba corriendo a toda velocidad. Cuando estuvo a media cuadra, los muchachos pudieron distinguir que se trataba de un niño, de unos cinco o seis años, que se acercaba a la carrera. Cuando por fin pasó al lado de ellos, Esteban alargó su brazo y sujetó al niño del suyo. Estaba llorando desconsoladamente.

        –Nene, ¿estás bien? –preguntó Esteban.

        –¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Papá!!! –gritaba el niño.

        –¿Qué pasó con tu mamá y tu... –pero Esteban no pudo seguir hablando, había notado que el pequeño estaba cubierto de sangre, desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies.

        –¡¡¡Mamá!!! ¡¡¡Papá!!! –continuaba el niño.

        –¡Por Dios! –exclamó Amanda–. Esteban, hay que llamar a la policía... o a la ambulancia.

        –¿Qué te pasó pibe? –preguntó, una vez más, Esteban–. ¡¿Qué te pasó?!

        El chico continuó gritando, cada vez con más fuerza, hasta que su voz comenzó a cambiar, su llanto infantil se fue transformando en un sonido más grave, más gutural.

        –¿Qué carajo? –balbució Esteban.

        El llanto se convirtió en un crujido. El niño abandonó su imagen de víctima inocente y pareció cubrirse de una serenidad extraña. Miraba al suelo y respiraba largamente. De repente, elevó su rostro y miró a Esteban. Éste pegó un salto y soltó el brazo del pequeño. No pudo evitarlo, se había espantado al ver sus ojos: no eran ojos normales, sino que sus pupilas habían desaparecido y todo era de un color blanco brillante. Con una velocidad inhumana, el niño se abalanzó sobre Esteban y comenzó a morderlo en el cuello y en el pecho. Esteban gritaba de dolor y se retorcía con el niño encima, sin poder desembarazarse de él. En un costado, Amanda comenzó a gritar pidiendo auxilio.

        La lucha duró pocos segundos, al término de los cuales el niño se puso de pie y observó a Amanda. De su boca caían hilos de sangre. Su mirada conservaba la blancura brillante y sus facciones estaban contraídas en una expresión bestial.

        Amanda se llevó ambas manos a la boca en una mueca de horror. Ya veía al pequeño arrojado sobre ella, comiéndole el cuello... pero eso no ocurrió. Por el contrario, el rostro del niño se relajó y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Parecía sorprendido. De pronto, comenzó a temblar frenéticamente, como si le estuviera dando un ataque de epilepsia. Amanda lo miró con espanto. El niño tembló cada vez con más velocidad y, a medida que lo hacía, comenzó a hincharse. Se hinchó hasta convertirse en una pequeña bola de carne. Amanda miraba la escena aterrada. Por último, el niño explotó. Amanda escuchó un fuerte ruido, como el que hace una pelota de fútbol al reventarse, y se vio cubierta por los restos del pequeño. Se tomó la ropa con ambas manos y la observó, estaba roja de sangre y podía ver pequeños trozos de carne pegada a ella; se pasó ambas manos por la cabeza y notó su pelo pringado; dio también con un objeto pequeño y duro, como una piedra, lo desenredó de sus cabellos y lo observó sin saber muy bien lo que hacía: era un pequeño diente de leche. Luego, no pudo ver más, sintió que las fuerzas la abandonaban y que sus piernas no eran capaces de sostener a su cuerpo. Cayó inconsciente.

        Cuando despertó miró a su alrededor. No parecía haber pasado mucho tiempo. Esteban yacía tirado en el piso, inerte, en la misma posición en que lo había dejado el pequeño. De éste sólo quedaban restos esparcidos por toda la calle. Amanda se puso de pie, con dificultad. Comenzó a gemir y exclamó con voz vacilante:

        –Esteban... Esteban...

        Esteban no le respondió.

        Súbitamente, creyó oír el crujido del pequeño a sus espaldas. Se volvió con velocidad, pero allí no había nadie. Oyó el crujido una vez más, pero ahora provenía del lado opuesto. Volvió a girar, aunque, una vez más, no vio nada. Cuando oyó el crujido por tercera vez, ahora proveniente de todos lados simultáneamente, no pudo permanecer más en ese lugar. Sujetó su cabeza con ambas manos y la sacudió; abrió sus ojos azules, observó la calle oscura y desierta y comenzó a correr.

        Sus sentidos estaban anulados. Sólo unas pocas palabras, con voluntad propia, se dejaban oír en su mente alterada: «¡Corré!, ¡corré!, ¡corré!, ¡no mirés para atrás!, ¡corré!, ¡corré!, ¡corré!».





V


        Carlos oyó la historia incrédulo, era inconcebible que lo que había contado la muchacha fuera cierto. Chicos de cinco años que se comían a las personas y que luego explotaban... era increíble. Aunque la muchacha lo había contado de una manera que impedía no tomarla en serio. Se había descompensado dos veces y el llanto había cortado sus palabras en tres ocasiones distintas. No, la chica no mentía. Pero, entonces, eso significaba que estaba loca; y él estaba encerrado con una loca cubierta de sangre en su negocio...

        Carlos comenzó a caminar lentamente hacia atrás, en dirección a la reja, que estaba a sus espaldas. Amanda, al verlo, comenzó a negar con la cabeza y dijo:
       
        –No se vaya. Por favor, no me deje sola. No se vaya –y comenzó a llorar.

        Carlos llegó hasta la reja y chocó con su espalda contra ella. Estaba decidido, iba a salir del local e iba a esperar a la policía afuera. No iba a dejar sola a la muchacha, sino que iba a vigilarla desde el otro lado. Tenía sus principios, y por más peligrosa que fuera la chica él no la dejaría.

        Introdujo las manos en los bolsillos de su saco en busca de las llaves, pero no las encontró allí. Las buscó en los bolsillos de su pantalón, pero tampoco estaban allí. Entonces recordó que, en un movimiento inconsciente, las había dejado en su lugar: detrás del mostrador, en el vaso de plástico verde. Ahora, para recuperarlas, tenía que pasar por al lado de la muchacha, que lo miraba con ojos desorbitados.

        –Por favor –gemía Amanda–, por favor no me deje.

        Con el corazón acelerado latiéndole en el pecho, Carlos consideró la situación. La joven no parecía, en ese momento, peligrosa. Por el contrario, era a simple vista una víctima indefensa. Pero, por otra parte, no podía creerle lo del chiquito que se comió a su novio y después explotó... ¿Qué podía hacer entonces?

        –Vamos a hacer una cosa –dijo Carlos con tono inseguro–. Yo te prometo que no me voy a ir, pero vos me tenés que prometer que no te vas a parar de esa silla hasta que llegue la policía. ¿Está bien?

        Amanda asintió y dejó caer su cabeza sobre su pecho, rendida. Carlos la observó con detenimiento, tratando de ver sus ojos. Estaban cerrados, la chica parecía haberse quedado dormida.

        Permaneció de pie, inmóvil, por espacio de unos minutos. La chica no reaccionaba y la policía no llegaba. No obstante, él se estaba tranquilizando: mientras la chica estuviera inconsciente él no correría ningún peligro. Pensó en llamar a su esposa, pero descartó la idea creyendo que la asustaría sin sentido. Después de todo, hasta que la policía no llegase, nadie podía hacer nada. Estaba pensando en esto cuando sintió que alguien le sujetaba el hombro. Miró a su lado y vio una mano que ingresaba al local por entre los barrotes de la reja y apretaba su hombro con escasa fuerza. Instintivamente, Carlos hizo un movimiento brusco con su cuerpo y se zafó de la mano. Ingresó un par de pasos en el local y miró hacía afuera: un joven pálido, con sangre en su pecho y cuello, estaba parado en la puerta; su aspecto era tan débil que parecía que, de no estar sujetado a los barrotes, se caería.

        –¿Qué?... –exclamó Carlos.

        –Tiene que salir de ahí –dijo el joven con voz rasposa–. Antes de que sea tarde.





VI


        Carlos no sabía qué hacer. La presencia de aquel joven lo había terminado por desorientar. Se dio media vuelta y miró a la chica: seguía allí, a unos dos metros, inconsciente. Volvió a mirar al chico: estaba de pie en la puerta del local, tambaleándose.

        –¿Quién sos? –preguntó Carlos.

        –Tiene que... –dijo el muchacho, y se desplomó.

        El sonido de las sirenas comenzaba a oírse a la distancia. Carlos sintió una sensación de satisfacción al oírlas. Ya estaba, todo había terminado. La chica seguramente estaba huyendo de ese joven y, después de haber luchado contra él, eso explicaría la sangre de ambos, había logrado escapar y refugiarse en su kiosco. Que la historia del niño la analizaran después los especialistas; por el momento, todo había terminado.

        Carlos se volvió y miró a la joven, seguía inconsciente. Se acercó a ella, pasó a su lado y se dirigió al mostrador. Vio la foto de su familia y deseó estar con ellos, pero rechazó la idea, no podía distraerse en ese momento. Recogió sus llaves y se acercó una vez más a la puerta del negocio. Esperó a que llegara la policía, no saldría de allí hasta que los patrulleros estuvieran en la puerta del lugar. Las sirenas se oían cada vez más cerca. El joven, a sus pies, respiraba con dificultad.

        Carlos sentía que la ansiedad le carcomía el alma.

        –¡Vamos! –exclamó.

        De pronto, comenzó a sentir un extraño sonido a sus espaldas. Era una especie de quejido, pero extraño, como el ronronear de un gato, sólo que más fuerte. Carlos se volvió y vio que Amanda, que continuaba con la cabeza sobre su pecho, había acelerado su respiración.

        –Ya viene la policía –dijo Carlos–. Quedate tranquila que ya viene.

        El quejido se convirtió en una risita. Carlos comenzó a desesperarse y a mirar a su alrededor, sin saber lo que buscaba. Amanda elevó el rostro y miró a Carlos de frente. Éste emitió un grito. Los ojos de la joven estaban cubiertos por una película blanca brillante y parecían que iban a salírsele de sus cuencas. Su boca estaba contraída en una mueca que se asemejaba a una sonrisa, aunque no parecía humana.

        –Je, je, je, je, je, je, je, je...

        –Qué –musitó Carlos, pero no pudo decir más, sus palabras se le ahogaron en la garganta cuando vio que Amanda comenzaba a temblar frenéticamente. Su boca había perdido su sonrisa y sus ojos estaban más abiertos que nunca. Carlos se llevó ambas manos al pecho, sentía que su corazón le iba a explotar. De repente, Amanda comenzó a hincharse; sus facciones empezaron a deformarse y su cuerpo a rasgar sus ropas. Carlos recordó la historia del niño y de su explosión. También recordó las palabras de Amanda: «No me lo puedo sacar de encima».

        Se oyó una explosión.





VII


        La policía llegó al kiosco y se topó con un escenario macabro: un muchacho yacía muerto en el suelo de la entrada (por lo que se veía, muerto hacía instantes, desangrado como consecuencia de profundas heridas en su cuello y pecho); además, la puerta de la reja se hallaba abierta y en el interior había restos humanos esparcidos por todo el lugar. Debido a los trozos de ropa y de cabellos de la persona que, aparentemente, había explotado, los agentes dedujeron que se trataba de una mujer. Del dueño del kiosco no había rastros. La policía comenzó con un operativo de búsqueda en las manzanas aledañas para ver si el hombre, en plena desesperación, había abierto la puerta y salido corriendo.





VIII


        Nunca se dio con el paradero de Carlos Aguirre. Todo lo que se encontró fue a un hombre muerto a unas cinco cuadras del maxi–kiosco, que no era él, con el cuello y el pecho destrozados a mordiscos. Alrededor del cadáver, había restos humanos desparramados por toda la calle, como si una persona hubiese explotado y volado por los aires. Cuando hicieron las pruebas de ADN para averiguar a quién pertenecían los restos, los miembros de la policía científica se encontraron con una cadena de ADN alterada hasta tal punto que no pudieron averiguar de quién se trataba. Lo mismo ocurrió cuando analizaron los restos encontrados en el maxi–kiosco y, también, a pocas cuadras de allí, en una esquina, con restos pertenecientes a un niño de por lo menos cinco o seis años.

        Estos no fueron los únicos casos de esa noche. Extrañamente, se encontraron escenas idénticas en diferentes puntos de la Capital Federal. Por lo menos, dieciocho personas habían muerto desangradas por mordidas en cuello y pecho. Además, en la mayoría de las escenas, se hallaron restos humanos desperdigados por la calle. Al igual que los recién mencionados, ninguno de estos restos pudieron ser identificados. Todavía hoy, estas muertes continúan siendo un misterio, razón por la cual las autoridades decidieron mantenerlas en secreto.





IX


        La familia Aguirre compartió con el gobierno la voluntad de silencio y sus miembros sólo se limitaron a llorar y a sufrir en familia. A los cinco meses de la desaparición de Carlos, cuando Soledad se recibió de Contadora Pública, todos los miembros de su familia habían perdido ya las esperanzas de encontrarlo con vida. Si hoy alguien pasa por el kiosco en el que Carlos Aguirre sonreía mirando la foto de su familia y pensando en su nieto recién nacido, podrá ver un cartel que cuelga de la reja de entrada y dice:


        HORARIO: DE 7 A 20.30 HS.

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© Lucas I. Berruezo
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