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6 de enero de 2009

SILCUPAR

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       Permitime preguntarte algo, desconocido lector: ¿alguna vez tuviste un trabajo que te corrompiera física y psíquicamente? ¿Y a pesar de eso seguiste yendo, día tras día, como si nada pasara, como si ese trabajo fuera efectivamente bueno? A mí sí me ha pasado. De hecho, me está pasando ahora mismo. Sé que muchos no creerán mi historia (si alguien me la contara, yo no la creería), pero quiero contarla, porque no sé cuánto tiempo me queda. No sé por cuanto tiempo pueda seguir escribiendo; no sé por cuanto tiempo pueda mantenerme cuerdo… o vivo.

       En fin, esta es la historia, para quien quiera leerla.




       Todo comenzó hace dos días, en mi primer día en Silcupar.

        Al hacerme el ingreso, el personal de Recursos Humanos de la empresa se encargó de ponerme al tanto de todo lo concerniente a la institución a la que pasaba a formar parte. En primer lugar, me informaron sobre el origen del nombre. Silcupar era en realidad la conjunción de los apellidos de sus fundadores: Marcos SILvano, Federico CUPido y Esteban ARterano. Según me contaba Micaela, una muchacha de unos veintiséis años, un tanto regordeta y cubierta de granos, en un tono exageradamente cortés, presumiblemente extraído de manuales sobre «cómo hablar en público» o «cómo dirigirse a los empleados», estos tres hombres habían comenzado siendo simples estudiantes de economía que en un momento determinado de sus vidas tuvieron que resolver un dilema: o seguían estudiando y se convertían en contadores, o hacían algo trascendente (hizo especial énfasis en esta palabra) y se embarcaban en una empresa más trascendental (nuevamente el énfasis). Y así fue como decidieron fundar una editorial de contenido místico-religioso en un mercado que todavía no estaba desarrollado. Y ahora ese emprendimiento contaba ya con edificio propio y exportaba títulos a toda Latinoamérica. «Basta con proponérselo –me dijo Micaela–. Si lo podés imaginar, lo podés hacer. Ése es nuestro lema».

        Recuerdo que estaba demasiado emocionado como para prestarle mucha atención a lo que me decía. Me parecía un sueño el hecho de trabajar en una editorial, y encima en una editorial del tamaño y la importancia de Silcupar. Yo era (en cierta forma lo soy, aunque ya todo eso está muy lejos) un estudiante de Edición que tenía que ganarse la vida atendiendo un locutorio. La idea de entrar a una editorial se mantenía en mí más como deseo que como posibilidad. Años enteros había estado mandando currículums a editoriales de todas las ramas posibles, y nunca habían respondido. Hubiese trabajado en cualquier parte, incluso lo hubiese hecho gratis con tal de ganar experiencia e ingresar en el ambiente editorial, pero cuando vi el edificio de Silcupar el alma se me vino a los pies: no sólo iba a trabajar en una editorial, sino que iba a ingresar, de un tirón, a las primeras ligas.

       La editorial parecía tenerlo todo: ascensores, comedor con heladera y tres microondas, mesas y sillones, un televisor… Además, me harían efectivo en el instante y estaría en blanco, cosa desconocida para mí hasta el momento. Ya no sólo no trataría más con adolescentes excitados que buscaban ver páginas pornográficas en internet, sino que pasaría a tener aguinaldo, vacaciones, una obra social… Es verdad, tengo veinticuatro años y no esperaba usarla en mucho tiempo, pero de todas formas se sentía bien el solo hecho de tenerla.

        Mi tarea iba a ser sencilla: me iba a encargar del desarrollo y diseño de los contenidos de la página web de la editorial. Según me dijo Micaela en ese momento, iba a ser digitalizador. Nunca había oído esa palabra antes, pero inmediatamente me gustó cómo sonaba.

         Después de la charla de ingreso, Micaela me llevó a conocer a mi nueva jefa y a mis compañeros. Subimos desde el segundo piso hasta el cuarto, donde se hallaba el sector de digitalización. Recuerdo haber mirado el ascensor con deleite: los colores plateados, los números digitales, los botones con los números en ellos y con pequeños puntos de relieve que, aunque nunca los había visto antes, pude saber para qué servían: botones para ciegos. Todo era muy moderno y empresarial. Todo era como un sueño. Me sentía como un niño en una juguetería.

        Salimos del ascensor y dimos con el cuarto piso. Allí había, al menos, treinta personas trabajando, todos distribuidos en cubículos y frente a computadoras. Era cierto, nunca había imaginado así a las editoriales, de hecho eso parecía más una empresa (lo era, pero ustedes me entienden) que una editorial, pero así y todo no podía sentirme más satisfecho.

        Entonces nos salió al encuentro Lorena, mi nueva jefa. Era (aún lo es) una mujer de unos treinta y cinco años (tal vez un poco menos), que exhibía en su rostro una sonrisa demasiado grande como para ser auténtica. En ese momento (lo que ocurrió después me haría cambiar de opinión) me había parecido bastante atractiva, tal vez por oposición a Micaela, que a decir verdad era (supongo que aún lo será, aunque en estos dos días no volví a verla) bastante fea. Lorena besó a Micaela y cuando se acercó a mí yo le extendí mi mano. Ella hizo como si no la veía y me dio un beso en la mejilla. «Una jefa copada y que encima está buena. Esto no parece real», recuerdo que pensé. Lamentablemente me equivoqué, todo lo que estaba pasando era real.

       Lorena nos invitó a seguirla a su escritorio. Lo hicimos y recién entonces noté que estaba embarazada.

       Nos sentamos ante su escritorio y ella ocupó su lugar. Siempre con su sonrisa de conductora televisiva, comenzó a hablar suavemente y haciendo largas pausas entre oración y oración, a veces entre palabra y palabra.

        –Bueno Guillermo –me dijo. Pausa–. Quiero que sepas que estoy muy ansiosa con tu inserción en nuestro grupo de trabajo –Pausa–. Nos vamos –Pausa– a llevar muy bien –Pausa–. El grupo –Pausa– es –Pausa– maravilloso y todos nos llevamos muy bien –Pausa.

        Balanceaba las manos de uno a otro lado y su sonrisa en ningún momento se relajaba.

        –Tu puesto de trabajo –Pausa– es clave para el desarrollo de las tareas, por lo que tu persona va a hacer imprescindible para que todo funcione satisfactoriamente –Pausa muy larga–. Sé que te va ir bien y que juntos –Pausa–, entre todos, –Pausa– vamos a cumplir con los objetivos…

         Tal y como me había pasado con Micaela minutos antes, mi atención se dispersó y por momentos dejé de escuchar a Lorena. Mi mente divagaba sobre cuestiones que tenían que ver con mis inseguridades y temores: ¿serviría yo para ese trabajo?, ¿podría estar tanto tiempo sentado?, ¿me llevaría bien con mis nuevos compañeros?... Mientras tanto, Lorena seguía hablando, con su vaivén de manos y su sonrisa engrampada. Recién a los diez minutos, más o menos, mi atención volvió a situarse sobre ella, de lleno. Y eso fue porque había emitido un pequeño grito que me había arrancado de mis ensoñaciones. Lorena había apoyado su dedo índice sobre la superficie de madera del escritorio y dado dos o tres golpecitos («porque acá somos un equipo» creo que había dicho); su uña entonces se había partido con un fugaz chasquido. Se miró el dedo, arrancó su uña como si le sacara la cáscara a un huevo duro y la tiró dentro de su cajón.

        –Es el embarazo –nos dijo sin dejar de sonreír–. Me está dejando seca.





        Me sentaron en el cubículo que me correspondía. Según Lorena, la chica que lo había ocupado antes se había ido para darle prioridad a su carrera. En ese momento no pude evitar pensar que aquella chica era una estúpida. Darle prioridad a su carrera, de qué le serviría eso si no tenía un buen trabajo. En cambio, con un buen trabajo, como ese exactamente, la carrera ya adquiría otra relevancia. La graduación podía ahora retrasarse, qué importaba. Cuando se estaba del otro lado, del lado de adentro, todo adquiría un ritmo nuevo, más relajado.

         Miré mi computadora. Todavía quedaban algunos resabios de la anterior operaria: una calcomanía de una mariposa pegada en uno de los ángulos del monitor; un almanaque en la pared izquierda del cubículo, con algunas fechas resaltadas con círculos rojos; un lápiz, una birome azul y una goma en el primer cajón del escritorio, a mi derecha... Pero no importaba, todo eso no tardaría en desaparecer. El lugar era ahora mío y, si bien ya lo sentía como tal, lo amoldaría aún más con mis cosas: la foto de Marisel (mi novia), el poema de Bécquer que comienza con «Mi vida es un erial» y que tanto me gusta (además, me daría cierto aire de intelectual ante mis compañeros) y el almanaque de bolsillo con la foto de San Martín de los Andes. (Es curioso, ya hace tres días que trabajo en Silcupar y todavía no he llevado nada de eso. A decir verdad no importa, sé que no lo haré.)

        –Bueno, ponete cómodo –me dijo Lorena–. Cuando dejes todas tus cosas y estés ubicado avisame, así te presento al resto de los chicos.

        –Bien, gracias –respondí.

        –Bueno, yo ya me voy –intervino Micaela–. Acá terminó mi trabajo.

        Micaela saludó con un beso a Lorena y después me dio un beso a mí; por último, se dirigió a la puerta del piso en dirección al ascensor.

         Lorena también se alejó, sólo que en dirección contraria a la de la chica de Recursos Humanos. Yo me quedé solo, enfrente de la computadora apagada. Acomodé mi mochila al lado de la CPU, debajo del escritorio, y me limité a esperar. No tenía nada que acomodar, mis cosas las iría trayendo a lo largo de la semana, pero tampoco quería quedar como una persona ansiosa. Esperaría un poco, unos minutos, y después me acercaría al escritorio de Lorena. Tampoco esperaría mucho, ya que eso podría hacerme quedar como un vago.

        Entonces escuché un gritó. Elevé la vista por encima de la pared del cubículo y vi a un muchacho, de más o menos mi edad, de pie ante su computadora y con el teclado en sus manos.

        –Ahhhhhh –gritó otra vez.

         Una chica, la más próxima a él, se asomó por la pared de su cubículo con un brazo extendido. Tal vez tenía la intención de cerciorase de que el joven estuviese bien. Recuerdo que en ese momento pensé eso, pero ahora no sé. La cuestión es que no pudo averiguar mucho, ya que el muchacho, de un tirón, le propinó un golpe en el rostro con el teclado como un jugador de tenis a una pelota. Los cables se desconectaron y volaron por los aires. La muchacha cayó hacia atrás y por fuerza de un milagro aterrizó sobre su propia silla, salvándose de un segundo golpe tal vez peor que el primero.

        –Ahhhhhh –siguió gritando el muchacho.

        De pronto, vi que aparecieron tres hombres de remera verde que sujetaron al joven y lo inmovilizaron contra el escritorio, en el espacio que minutos antes había ocupado el teclado de la computadora. Desde mi lugar, pude ver su rostro: tenía los ojos en blanco y una espesa baba le colgaba de la comisura de los labios. El muchacho empezó a contorsionarse y por un momento la baba se volvió más espesa, como un montón de crema de afeitar. Cuando por fin dejó de moverse, unos veinte o treinta segundos más tarde, los tres hombres se lo llevaron en andas. El joven ya no gritaba.

        Me volví a sentar, confundido y con la piel de gallina. Me di vuelta y miré hacia atrás, esperando encontrar personas tan preocupadas como yo, pero no vi nada de eso. Las únicas dos personas que podía ver desde mi lugar estaban con su rostro a escasos centímetros de sus respectivos monitores, sumergidos de pleno en su trabajo. Me incorporé entonces y miré por encima de las paredes del cubículo, pero no vi lo que esperaba ver. Ninguna cabeza se asomaba por encima de las paredes de los cubículos, nadie hablaba entre sí ni comentaba lo sucedido. Le eché un vistazo a la muchacha que acababa de ser golpeada, para ver cómo estaba y si necesitaba ayuda. Pero no, sólo vi su espalada, ya que estaba nuevamente sentada, de frente al monitor, con la cabeza hundida también en su trabajo.




        Para ser honesto, todo ese suceso me dejó bastante nervioso, pero evidentemente no lo suficiente como mantenerme mucho tiempo con la mente enfocado en él. A decir verdad, en ese momento yo tenía mis propias preocupaciones. Tenía que hablar con Lorena y tenía que hacerlo en el momento justo.

        Esperé unos diez minutos, tiempo que creí suficiente como para no quedar como vago ni como ansioso. Entonces me acerqué al escritorio de mi nueva jefa, pero al hacerlo vi que estaba hablando por teléfono. Ante la duda, igualmente me acerqué. Esperé unos segundos a unos dos metros del escritorio, sin saber bien qué hacer. No podía oír lo que estaba diciendo, pero podía ver cómo movía una y otra vez las manos en el gesto mecánico que ya le había visto antes. Movía siempre su mano libre; cuando sujetaba el tubo del teléfono con la mano derecha, movía la izquierda, y cuando se pasaba el tubo de mano, era su diestra la que reproducía los vaivenes.

        Fue en ese momento cuando comencé a verla extraña. Me sorprendí de no haberlo notado antes, pero su pelo era sumamente ralo, tanto que se podía ver su cuero cabelludo bajo la luz artificial de los tubos eléctricos. Su pelo colorado le caía hasta los hombros en finas greñas. Era raro, porque el asco que me producía era tal que me parecía imposible no haberlo notado antes. Claro que no era imposible, ya que antes ese pelo no era así, sólo que eso no lo averiguaría hasta más tarde, al otro día, es decir hoy.

        Pero en ese momento creía que el distraído era yo, y esa idea se reforzó cuando Lorena me sonrió y me hizo una seña con la mano para que esperara. ¡Por Dios, esa sonrisa! Tenía los dientes tan amarillos como granos de maíz. «¿Qué mierda había estado mirando antes para no ver esas cosas?», recuerdo que pensé.

        Una oleada de asco me subió del estómago y por un momento pensé que iba a vomitar en plena oficina. Ya los nervios me habían afectado el estómago (había tenido que tolerar los retorcijones desde el momento en que desperté), pero era evidente que aquellos rasgos de Lorena habían terminado por descomponerme. Le hice una seña que ni yo mismo entendí y salí disparado para el baño. Por suerte no había nadie allí. Me encerré e inmediatamente devolví lo poco que había desayunado: apenas un café con leche con dos galletitas dulces, todo irreconocible en ese momento.

        «¡Por Dios! ¿Qué me está pasando? –recuerdo que pensé, con el rostro a pocos centímetros del turbio líquido del inodoro–. Son los nervios, tienen que ser los nervios…»

        Y entonces oí un grito, y otro, y un fuerte golpe, y una centena de gritos juntos, como un coro de voces desesperadas.





        No sabía qué hacer. ¿Debía quedarme encerrado en el baño o salir y ver qué pasaba? Tal vez alguien necesitaba ayuda… Aunque a lo mejor corría peligro si salía de allí… Lo más sensato y prudente era quedarme en donde estaba, pero uno no siempre hacía lo más sensato y prudente…

        Salí.

        Atravesé el estrecho pasillo y di con el piso lleno de cubículos. Lo que vi fue espantoso. Sentí que la piel se me erizaba en la espalda y a lo largo de los brazos. Los pelos de la nuca se me pusieron de punta. Por un momento creí que me iba a desmayar, pero algo en mi interior me instó a salir de ahí, lo antes posible.

        Miré a uno y otro lado, incrédulo ante el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos. Delante de mí, en el primer cubículo al que daba el pasillo, a menos de un metro de donde estaba, pude ver a un muchacho de pelo ensortijado y barba teniendo relaciones con una muchacha rubia. La chica permanecía recostada sobre el escritorio a un lado de la computadora; vestía una remera roja y una pollera negra que mantenía arremangada a la altura de su cintura, dejando ver un sexo carente de vello. El muchacho, de pie y sosteniendo las piernas de la chica con ambas manos, se movía mecánicamente de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, una y otra vez. Fue entonces cuando vi el cuello de ella, abierto de oreja a oreja. Desde donde estaba pude ver parte de su tráquea, saliendo de su cuello como el visor de un submarino. Su remera, ahora lo notaba, no era roja, sino blanca (según podía ver en pequeñas islas incoloras), pero estaba teñida por su propia sangre.

        Todo giró a mi alrededor y por un momento perdí el equilibrio. Estuve a punto de caer, pero ese «algo» que me instaba a salir se materializó en una voz interior, mi voz: «andate, andate, andate…».

         Salí del pasillo, doblé a la derecha intentando no ver la escena necrófila y me encaminé hacia el ascensor. Entonces una joven me salió al paso. No debería tener más de veinte años y medía apenas un metro y medio de estatura. Se me paró enfrente y me miró con una mirada perdida. Me tuve que detener en seco.

       –Hola… –dije sin pensar.

        La chica no me respondió.

       –Me tengo que…

       Pero no pude terminar de hablar. La muchacha emitió un gritó que apenas parecía humano. Un sonido ronco y gutural llenó todo el espacio del piso y amenazó con dañar mis tímpanos. Me tapé los oídos con ambas manos y retrocedí en dirección al pasillo de los baños. Pero no ingresé en él. Aturdido, seguí retrocediendo con la vista clavada en la joven de escasa estatura.

        Choqué entonces contra una superficie dura. Me di vuelta y vi a un joven sentado, de piel extremadamente blanca y vestido con una chomba gris, que a pesar de su contextura raquítica no se había movido ni un centímetro como consecuencia del golpe que acababa de recibir. Permanecía inmóvil, apenas inclinado hacia adelante como sumergido en una plegaria. Pensé que a lo mejor era eso exactamente lo que estaba haciendo: rezar. Después de todo, a cualquier persona mentalmente sana no le quedaría más que rezar en un lugar como ese…

        Extendí mi brazo y sujeté el hombro del muchacho, con la esperanza de encontrar en él un compañero que me ayudase a salir de ahí. Pero no. El muchacho no estaba rezando, el muchacho se mordía las manos con tanta fuerza que la sangre que manaba de ellas le manchaba toda la parte delantera de la chomba, el pantalón y la superficie del escritorio (incluido el teclado de la computadora).

        Sentí, por enésima vez en esa mañana, que las fuerzas me abandonaban y que las piernas apenas podían sostenerme. Me tambaleé una vez más y me alejé como pude. Di entonces con el escritorio de Lorena, y a partir de ese momento sentí que el alma me abandonaba sin remedio. Lorena permanecía allí, en su escritorio, con el rostro hundido en una masa de carne que minutos antes había sido su hijo y había estado en el interior de su vientre. Su cabeza se movía rítmicamente hacia arriba y hacia abajo como la de un perro que disfruta de un manjar. A un lado de ella, pude ver un cúter cubierto de sangre. De pronto, Lorena elevó la vista y me miró de frente: tenía la boca, el mentón y los extremos de sus finos cabellos cubiertos de sangre; de la comisura de sus labios colgaban hilos de carne y vísceras. Allí, sobre el escritorio, pude ver al feto prácticamente formado y del tamaño de un niño al nacer (supongo que estaría cerca de los nueve meses de gestación). Lo único que se podía distinguir del bebé era su cabeza y la parte baja de sus piernitas, intactas aunque cubiertas de sangre. El resto no era más que una maraña de carne, sangre y entrañas.

        Intenté huir, pero en mi apuro las piernas se me enredaron y caí de bruces al suelo. Cuando me incorporé pude ver a una joven sentada frente a su computadora. En su monitor se exhibía en todo su esplendor una planilla de Excel. La joven incorporaba, uno tras otro, números en distintos casilleros. Parecía ajena a todo lo que pasaba a su alrededor. Pero a fuerza de ser honesto, ya no quería probar suerte con otra persona más. Sólo quería irme, de una vez. No quería comprobar si esa chica también estaba loca. No tenía ninguna actitud alocada, era verdad, pero permanecer inmutable ante semejante espectáculo era tal vez la actitud más loca de todas, más que cogerse a un muerto, comerse a sí mismo o a un hijo. No, todos estaban locos ahí, y yo tenía que salir.

         Me puse de pie como pude y rodeé lo cubículos. A lo lejos, cerrándome el camino, estaba la petisa, inmóvil y esperando. Me agarró tal miedo que no quise ni pensar en la posibilidad de intentarlo. Volví a meterme en el estrecho pasillo y me encerré en el baño. Allí me quedaría hasta que pasara la locura. Y si tenía que morirme ahí dentro lo haría, no me importaba; lo único que quería en ese momento era alejarme de todos esos locos.

        Una vez dentro del baño, trabé la puerta y revisé mis bolsillos en busca de algo que sabía no tenía: mi celular. Lo había dejado adentro de mi bolso. Había creído que era mala educación andar con el celular encima dentro de la empresa. ¡Qué estúpido! Ahora iba a morir por educado.

        Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared azulejada y esperé. No podría asegurarlo (de hecho, con el miedo que tenía me parece casi imposible), pero creo que me quedé dormido un rato.





       Cuando desperté no sabía cuánto tiempo había pasado, ya que no usaba reloj pulsera y la única hora que tenía para guiarme estaba en el celular. Los gritos habían desaparecido y del otro lado de la puerta ya no se oía nada.

        Tenía que salir, no tenía otra opción.

       No podía quedarme ahí para siempre. Además, de elegir un momento para escapar, ese parecía ser el indicado. Al menos ya había cesado el disturbio.

       Me puse de pie y apoyé la oreja en la superficie laqueada de la puerta. No había nada, realmente todo había terminado.

        Giré la traba de la puerta y la abrí apenas unos centímetros como para ver desde allí sin exponerme demasiado. No sé veía nada, apenas la pared contraria del estrecho pasillo. Más allá estaban las luces encendidas, era todo lo que podía ver.

       Salí, caminando lentamente.

        Cuando llegué al extremo del pasillo me sorprendí, tal vez más que cuando había visto el descontrol y la locura: no había nada allí, o mejor dicho nada fuera de lo estrictamente normal en situaciones estrictamente normales. Las computadoras estaban encendidas y los empleados ocupados en ellas. Nadie hablaba, nadie miraba por encima de las paredes de los cubículos, nadie se movía… Sólo estaban allí, manipulando sus teclados y produciendo ese sonido particular que hacen las teclas y que hace cincuenta años debería ser inexistente. Al fondo, Lorena continuaba hablando por teléfono. Me hizo señas para que se acercara. Lo hice.

         Tengo que admitir que por un momento me creí loco. Creí que todo lo había inventado, que había tenido una de esas alucinaciones. Pero cuando llegué al escritorio de Lorena, me di cuenta de que estaba y había estado más cuerdo que nunca: delante de mí, Lorena estaba sentada ante un escritorio cubierto de sangre (aunque sin rastros del bebé), con el con el pelo prácticamente inexistente sobre un cráneo cubierto de enormes pústulas de color amarillo y con una sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes podridos; sus manos eran huesudas garras que se movían con su característico vaivén de jefa por correspondencia.

       Sentí que el alma se me derrumbaba hasta los pies. De hecho, podría haber asegurado que mi alma se había derrumbado más allá de mis pies y estaba ahora en alguna parte del subsuelo, arrastrándose en busca de una muerte definitiva que le permitiera escapar de todo el horror que estaba presenciando. Pero no tuve tanta suerte, y mi alma todavía estaba allí, haciéndome ver todo lo que estaba pasando.

       Tuve el impulso de volverme y salir corriendo (no se veía a la muchacha petisa por ningún lado, por lo que no creí que me impidiera el paso una vez más), pero algo (esa voz, que no era más que mía, que varias veces en el día me había hablado ya) hizo que me quedara e intentara actuar naturalmente («Si no se dan cuenta de que vos te diste cuenta, a lo mejor…»).

       –Vení que te voy a presentar al resto del equipo –dijo Lorena al tiempo que se puso de pie.

        Entonces creí que iba a enloquecer (¡¿Cuánto puede soportar la mente humana sin quebrarse?! ¡¿Cuántos horrores puede ver sin colgar los guantes y enceguecer por completo?!). La remera de Lorena, amarilla no mucho tiempo antes, estaba completamente roja a la altura de su abdomen. Éste, por otra parte, se encontraba hinchado de forma irregular. No fue hasta que miré hacia la parte inferior de su cintura que vi lo que había sucedido: después de devorar a su hijo, la mujer lo había vuelto a introducir en su vientre abierto, al menos eso evidenciaba la pequeña piernita (intacta, como la había visto antes) que asomaba por debajo de su remera.

        –Vení conmigo –continuó Lorena, indiferente.

       Obedecí, aunque me movía como si tuviera una especie de «conducción automática», como los aviones. Me limité entonces a saludar por inercia. No importaba, nadie me saludaba a mí, todos permanecían mirando el monitor como proletariados zombis.

       Primero me presentaron a Roberto, el muchacho flaco que se había comido las manos. Efectivamente, el joven permanecía sentado ante su computadora, con las manos destrozadas en su regazo. «Se debe haber comido los tendones –pensé–, no va a poder mover las manos nunca más». Antes de pasar a mi próximo compañero, noté algo extraño (si se me permite continuar utilizando esta palabra): aunque Roberto no movía las manos, sus ojos se fijaban en el monitor y en la planilla de Excel que había en él, y… ¡o maravilla! ¡La planilla se llenaba sola, como si el muchacho fuera poseedor de un extraño poder telequinético manipulador de Excels! Pasamos luego a una muchacha llamada Federica. Era la primera vez que reparaba en ella. Tenía el pelo amarillo como rara vez se veía en la Argentina (al menos naturalmente) y unos ojos celestes como el cielo. Pero había algo raro en ella: estaba tan flaca que esos ojos podrían haberse desprendido con sólo un estornudo. Sus dientes le sobresalían de la boca como grotescos implantes de porcelana. Sus manos, tan huesudas como las de Lorena, se movían tan rápidamente sobre el teclado que en vez de cinco dedos, cada una parecía tener diez. En el monitor también se veía una planilla Excel que se iba completando.

       Llegamos a Gustavo, el joven de pelo ensortijado y barba tupida. Estaba completamente canoso y su expresión había envejecido al menos treinta años de un tirón. A sus espaldas, la muchacha rubia, que se llamaba Daniela, seguía con su pubis al aire y la garganta desgarrada. Inexplicablemente, la planilla Excel de su monitor también continuaba completándose.

       Así fueron pasando los rostros, todos demacrados y envejecidos, algunos golpeados y otros mutilados, ninguno atento a nada que no fuera la planilla Excel de su monitor. Cuando llegamos a la muchacha petisa, Nazarena era su nombre, ya había perdido toda agresividad y sólo se limitaba a mirar su monitor y a completar su planilla. Cuando por fin terminaron con el recorrido, Lorena volvió a llevarme a mi escritorio y, brindándome la mayor y la más horrible de sus sonrisas, me dijo:

        –A los compañeros de los otros pisos ya los vas a ir conociendo de a poco. Vas a ver que te va a encantar trabajar aquí, y a no nosotros nos va a encantar trabajar contigo.

       Sonreí, del todo incómodo. Ya era bastante difícil soportar el rostro de esa mujer, bastante difícil no mirar su vientre echo un nudo con los restos de su hijo, y encima tenía que oír esa voz absurdamente aguda que pronunciaba palabras que ni siquiera se utilizaban en esta parte del globo.

       «Voz de manual –pensé, sin ser dueño de mis pensamientos–. Voz de manual y palabras de manual también».

       Una vez sentado en mi escritorio, Lorena me palmeó el hombro (su mano era, efectivamente, una fría y huesuda garra) y me dejó solo para que me vaya acostumbrando a las herramientas de la empresa.

       Ante mis ojos, en el monitor, apareció una planilla Excel.





        Podría decir que mi primer día en Silcupar terminó ahí, ya que después todo se desarrolló con «suma tranquilidad». Me costó horrores mantenerme sentado, sin moverme, y al menor sonido pegaba un salto, esperando lo peor. Pero no hubo muchos sonidos y la mayoría de ellos (o todos) eran producidos por Lorena a relativa distancia de mi lugar.

        A la una de la tarde llegó la hora del almuerzo. Por lo que pude ver, nadie se levantó ni abandonó su cubículo. Por lo que pude oír, nadie comió tampoco. Por mi parte, tenía tanto miedo que tampoco me levanté. No me importaba mucho, ya que hambre no era exactamente lo que sentía.

       El resto de la tarde (hasta las cinco, hora en que terminaba mi jornada) todo estuvo sumergido en una especie de bruma silenciosa. Nadie habló en todo el día, nadie se movió siquiera… ¡Nadie se acercó al estrecho pasillo e ingresó a alguno de los baños! Tampoco gritaron, golpearon o comieron. Al menos, eso era algo.

        Fui el primero en salir del edificio. Cuando lo hice, tenía un solo pensamiento en la cabeza: no iba a volver al otro día.

        Pero lo hice. Cuando sonó mi despertador a las seis menos cuarto de la mañana, lo apagué y me preparé para salir. A las siete menos cuarto ya estaba ingresando por la puerta de doble hoja de Silcupar, con una sensación de irrealidad que me hacía dudar de todo lo que había ocurrido el día anterior.





        Vivo con mi madre. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años y, a decir verdad, apenas conservo uno o dos recuerdos sobre la vida en el seno de una familia «bien constituida». Mi madre tuvo que trabajar siempre para mantenerme. Sé que no es nada extraño, millones de madres trabajan en la Argentina, estén o no divorciadas, y el caso de mi madre es uno más entre ellos. Digo esto para explicar lo siguiente: si yo hubiese hablado con mi madre cuando volví de Silcupar en mi primer día de trabajo, de seguro habríamos llegado a la conclusión de que no debía seguir yendo a allí. No digo que me hubiese creído, pero me habría visto mal y eso era suficiente para que me dijera que no volviese allí. «Si te hace mal no vuelvas» me parecía oír con su voz. Pero mi madre no me vio ese día, ni tampoco hoy, porque trabaja de camarera en un restaurante de San Justo llamado «Buenos momentos» y sólo la veo los jueves y los domingos. Cuando llego a casa ella no está, y cuando llega ella yo ya estoy durmiendo. «Si te hace mal volvé al locutorio, que no estaba tan mal» me hubiese dicho, puedo oír su voz…

        Pero no hablé con nadie ayer ni tampoco hoy. Por eso decidí escribir. No soy muy aficionado a la escritura 8 (por eso estudio Edición y no me metí en un taller literario), pero no encuentro otra forma de mantenerme a raya con mi locura. En alguna parte leí que escribir ayuda a pensar, que ordena el pensamiento. Bueno, yo necesito el pensamiento ordenado, ya que lo que pasa en el cuarto piso de Silcupar tiende a desordenar algunas cosas en mí, entre ellas mis pensamientos.

        Tal vez la escritura me salve 46 de caer en la locura primitiva de mis compañeros. Después de lo que pasó hoy, creo que tengo razones suficientes como para temer caer en ella. Sin embargo, dejar ese trabajo no lo veo ahora como una posibilidad. Ayer sí lo veía, pero hoy… Suena estúpido, a mí mismo me suena estúpido, pero hay algo en ese trabajo que hace que me quede en él. O hay algo en mí que me impide dejarlo, no sé… Supongo que con el transcurrir de los días lo develaré. Espero que la escritura me ayude a eso.

        En fin, pasaré a contar mi segundo día en Silcupar. Lo haré brevemente, ya que hoy no viví la sorpresa de lo inconcebible, sino el horror de la repetición.





         Al ingresar al piso, lo primero que sentí fue confusión. Algo de alivio, pero principalmente confusión: ninguno de mis compañeros (que ya estaban todos allí, con sus planillas Excel) conservaba marcas del día anterior. Roberto tenía las manos y los antebrazos intactos; Gustavo había recuperado los años y volvía a tener el pelo y la barba de color marrón; Federica seguía siendo delgada, pero no tanto como para asustar; y Lorena… Lorena exhibía su abdomen perfectamente embarazado (si se me permite tal barbarismo), volvía a ser atractiva, jovial, normal… Sólo faltaba la muchacha rubia del pubis lampiño y la garganta abierta. Su lugar estaba desierto y su computadora apagada. No mucho más tarde notaría que el muchacho que había tenido el primer ataque y había golpeado a su compañera con el teclado de la computadora tampoco estaba. El resto de la gente parecía tan normal como lo había parecido en mi primer mañana de trabajo.

        Pero eso 45646540 no duró mucho.

        A las once y media de la mañana, minutos más minutos menos, se oyó el primer grito seguido del primer golpe. Luego algunos se pusieron de pie y comenzaron a deambular por el piso, unos emitiendo breves y agudos chillidos, la mayoría presentando una actitud violenta hacia los que se hallaban de pie como ellos. Extrañamente, no molestaban a los que se mantenían sentados y con la 416546 vista fija en el monitor. Por suerte, noté eso de inmediato, y probablemente fue eso mismo lo que me salvó la vida.

         Me quedé inmóvil, con la vista perdida en la planilla Excel del monitor. Desde mi lugar, pude ver a Roberto reventarse la cabeza contra la pared lateral y dejar allí una gran mancha de sangre. Lorena había sometido a Federica (que el día anterior, por quedarse sentada, había salido airosa del ataque de sus compañeros) y le introducía el mango de una abrochadora por el ano. Federica se dejaba, con la vista perdida en una de las ventanas del fondo.

        Eso fue todo lo que pude ver. Me 16046 daba miedo desviar la vista de la computadora por más de dos o tres segundos. Por momentos, la curiosidad podía más que el miedo y miraba por cinco o incluso siete segundos, pero el miedo, sabio como él solo, siempre volvía a apoderarme y pasaba minutos enteros con la atención fija en la planilla Excel.

        La extraña escena habrá durado aproximadamente quince minutos, aunque para mí fue como una década, al menos.

        Después, todos regresaron a sus lugares y a sus respectivas planillas. Al llegar la hora del almuerzo, salí del piso, casi temblando.

        Nadie me siguió. Cuando regresé, todos estaban ya trabajando, en silencio.

         Lorena me entregó unos números que tenía que incluir en una planilla Excel creada especialmente para ese trabajo, según me había dicho. Hice lo que me pidió y, por suerte, la escena de violencia no volvió a repetirse.146846 Creo que lo hacen a la mañana, y que por la tarde sólo se limitan a llenar planillas.

         Cuando dieron las tres, sentí que mi mejilla me picaba. Me la rasqué. Entonces sentí mi mano húmeda y al verla noté que tenía el dedo y la palma con rastros de sangre. No me sentía bien. Fui 187984 al baño y me miré al espejo. Tenía un corte en la mejilla, justo donde me había rascado. Debajo del corte y hasta el mentón se extendía un abundante caminito de sangre. Además, estaba pálido y parecía haber envejecido 9807984 treinta años de golpe.

         Al terminar el día volví a casa y aquí estoy, escribiendo esto. 9874 Hace unos minutos que siento que las manos no 2465 me responden del todo. Pierdo el control de ellas y mis dedos se desplazan 9784 por las teclas sin orden ni coherencia. Cada vez me pasa más seguido.

        Sé que me 56461 estoy convirtiendo en uno de ellos. Sé 50646 que el envejecimiento de hoy fue sólo el comienzo. Ahora me veo 4541461049841809164184 mejor, pero no me siento mejor, en absoluto.

         Todavía puedo pensar con claridad, así que voy a intentar decir lo que creo que está pasando. Es una suposición, pero no me queda más que ella ahora. Creo que tiene que ver con el tiempo. El tiempo… En un trabajo de oficina se puede pensar que el tiempo transcurre con 89766 demasiada lentitud, pero no, no en Silcupar. El problema 6549746 es todo lo contrario. Jamás podré probarlo, ni siquiera explicarlo bien, pero siento que el problema es la rapidez del tiempo. En Silcupar, al menos en el cuarto piso (todavía no sé si pasa lo mismo en el resto del edificio), el tiempo transcurre rápido, demasiado rápido. Lo sentí hoy con mucha claridad. Es como si varias décadas se derrumbaran sobre uno. Es como si el peso de 78411564891 varias vidas cayera encima de los empleados del cuarto piso. ¿Y qué pasa cuando el peso del tiempo abruma el cuerpo de un ser que está hecho de tiempo? Lo que pasa es lo que vi: el cuerpo se degenera y envejece, y con él se degenera la mente y todo lo que ella mantiene y resguarda. Desaparece la moral, la ética, la sociabilidad y la razón… Sólo queda la aceleración y la 415641 ceguera. Fuera de Silcupar el tiempo recobra su normalidad, su pausa, pero creo que no alcanza para recuperarnos del todo, y la aceleración hace cada vez más daño. Un mayor daño… No puedo asegurar nada de lo que digo, no puedo probarlo, pero puedo sentirlo. Y también puedo pensarlo, aunque no sé 874 por cuánto tiempo…

        Voy a escribir cada noche, con la esperanza de no convertirme 9849870498494974979774794908894 en lo que sea que son mis compañeros.

       Te lo digo a vos, lector, quien quiera que seas. No sé si algún día vas a existir, pero necesito creer que sí. Te necesito para que mi escritura se 874189494984194 desarrolle. Por eso te digo: este es mi último párrafo por hoy. Si debajo de 265001616514191 éste no hay otro, es porque mañana habré muerto en Silcupar o porque habré perdido todas mis facultades mentales. 5465465146 Tal vez la gente no lo note (mis compañeros tienen sus familias, aunque en la oficina se coman entre ellos), pero cualquiera que lea esto (tal vez mi madre) lo notará por la 87498498489494484486 escritura. Por mi parte, trataré de enviar este texto por mail. Tengo un amigo que tiene un blog, tal vez él lo publique… Intentaré mandarle todo lo que escriba. Esto y lo que siga escribiendo, día tras día, si lo logro… No sé si pueda, ya no controlo mis manos. Puedo pensar, pero 654651605 no expresarme. Tengo 498410654 lagunas. 48941941 88888888 888888888888 888888888888888 888888888 888888888888 888888888888 8888888 88888888 8888888 Acordate lector, si no hay un párrafo debajo de esto, si no hay una nueva entrega, ya sabés 165165498 lo que me pasó. Si 654894189 estoy bien, seguirá 21651650500891984 habiendo 54169041 489418410 08105486789 46486461324894 01540154 750015488 79431005451048 escritura.


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© Lucas I. Berruezo
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